sábado, 22 de noviembre de 2008

La justicia militar y el juzgamiento de civiles*

Por Alberto Bovino**

I. Introducción

I. El tema que nos ocupa es el de la posibilidad de que personas civiles, que no gozan de estado jurídico militar como integrantes de las fuerzas armadas del Estado, resulten sometidas en tiempos de paz, o en situaciones de conflicto armado interno, a ciertos “tribunales” especiales, denominados militares, para la decisión acerca de la eventual imposición de una sanción jurídica de carácter penal (pena o medida de seguridad). Con las expresiones “tribunales militares”, “justicia militar” y “jurisdicción militar” hacemos referencia a la organización tradicional de la administración de justicia penal militar, integrada por órganos administrativos que ejercen funciones jurisdiccionales cuyos miembros ostentan la calidad de militares.

Si bien nuestro análisis se centrará esencialmente en los aspectos jurídicos del objeto de este trabajo, su dimensión política debe ser expuesta y considerada, para no caer en un análisis ingenuo del problema generado por el juzgamiento de civiles por parte de tribunales militares.

En este sentido, debemos tener en cuenta la verdadera finalidad perseguida por las autoridades políticas y militares de ciertos países de América Latina a través de la práctica de someter, en tiempos de paz o durante situaciones de conflicto armado interno, a personas civiles acusadas por la comisión de infracciones penales al juzgamiento ante tribunales militares. Debemos considerar, además y especialmente, las consecuencias concretas producidas por esta práctica.

II. La importancia del tema que analizaremos en relación a los derechos humanos ha sido señalada en los siguientes términos:

“El creciente uso de la jurisdicción militar o especial para juzgar delitos comunes y políticos ha sido, sin duda, uno de los problemas de mayor trascendencia en materia de protección de los derechos humanos durante los últimos tiempos” .

Es un hecho que ciertos países de la región han recurrido regularmente al mecanismo de someter a civiles al juzgamiento ante tribunales militares en materia penal, especialmente durante estados de excepción referidos a conflictos internos.

Estas situaciones se han caracterizado, entre otras, por diversas circunstancias:

a) ausencia de sometimiento del poder militar a las autoridades políticas civiles;

b) institucionalización de estados de emergencia y legislaciones extraordinarias;

c) utilización de la jurisdicción militar como arma de represión política; y

d) vulneración grave y sistemática de derechos humanos.

En cuanto a las dos primeras circunstancias, resulta útil el ejemplo del Perú. La nueva Constitución peruana de 1993 no sólo aumentó las facultades del poder ejecutivo respecto de los otros dos poderes del Estado, sino que, además, atribuyó nuevas funciones a las fuerzas armadas e incrementó su protección frente a eventuales controles del poder legislativo. La reforma constitucional tuvo importantes consecuencias. Básicamente, se extendió aún más el poder de las fuerzas armadas respecto de su intervención en el enfrentamiento armado, y se redujo su exposición al control de los cuerpos políticos electivos. También se amplió la competencia de los tribunales militares referida al juzgamiento de civiles acusados de terrorismo y traición a la patria . La situación existente en 1996 fue descripta de esta manera:

“En virtud del estado de emergencia, las autoridades civiles ceden el control de porciones del territorio al Comando Político Militar... Pese a la disminución de la violencia en general, el estado de emergencia y la legislación antiterrorista han subsistido y, virtualmente, se han institucionalizado” .

En diversas oportunidades, las decisiones de órganos internacionales se han ocupado de destacar que la práctica del Estado peruano de recurrir a la jurisdicción militar ha sido utilizada como mecanismo ilegítimo de represión política, y también que ha significado graves y sistemáticas violaciones a los derechos humanos. Las terribles consecuencias producidas por las disposiciones antiterroristas del ordenamiento jurídico peruano no sólo alcanzaron a los integrantes de los grupos rebeldes, sino también a muchísimas personas completamente ajenas al enfrentamiento armado. La Comisión Interamericana ha señalado haber recibido “numerosas denuncias en el sentido que la Ley de Arrepentimiento se utiliza... para acusar a personas inocentes que con frecuencia son declaradas culpables...” .

La misma situación respecto a los derechos humanos y a la perpetuación del estado de emergencia ha sido señalada para El Salvador:

“La justicia militar en El Salvador ha sido, en su aplicación, durante los casi permanentes estados de excepción de las décadas pasadas, una de las herramientas que facilitó la violación sistemática a todas las garantías y derechos judiciales y procesales, ya que los delitos cometidos por particulares contra la personalidad jurídica del Estado eran del conocimiento de la jurisdicción militar” .

Una experiencia similar tuvo lugar en Europa. Hasta los años sesenta, la amplísima competencia atribuida en España a los tribunales militares en materia penal comprendía el juzgamiento de delitos políticos. En este contexto, “los Tribunales militares fueron utilizados a menudo para llevar a cabo misiones en nada acordes con su naturaleza. El repliegue introspectivo de los militares en los asuntos políticos patrios, por falta de auténticos objetivos profesionales y la tentación de intervenir por la fuerza en la vida política trastocaban la posición de los ejércitos en la vida nacional, convertidos en valedores de cualquier régimen político que se deseara implantar en España” .

El texto completo aquí.

II. Las opciones en el derecho comparado de América Latina

I. La cuestión ha sido regulada, al menos, de tres maneras diferentes. En primer lugar se hallan aquellos países que, a pesar de que establecen la jurisdicción militar, imponen una prohibición absoluta para que personas civiles sean sometidas a ella. Tal es el caso, por ejemplo, de Guatemala, cuya Constitución Política prevé, en su artículo 219:

"Tribunales Militares. Los tribunales militares conocerán de los delitos o faltas cometidos por los integrantes del Ejército de Guatemala.
Ningún civil podrá ser juzgado por tribunales militares".

Esta solución, como veremos, es la más tuitiva de los derechos de las personas y la más acorde a las exigencias del derecho internacional. El problema de los tribunales militares se limita, en estos casos, a las dificultades que podrían derivar del juzgamiento de personas que ostentan el estado militar —sea que se trate de delitos esencialmente militares o de delitos comunes—, sin alcanzar a los civiles en ningún caso. Por otra parte, se debe considerar que la misma solución rige, en principio, para los países cuyas constituciones no contienen referencias a la justicia militar —como sucede con Argentina— o, también, para aquellos que la establecen y, sin embargo, no autorizan expresamente a sus tribunales a juzgar civiles.

II. En segundo término tenemos a los países que admiten el sometimiento de civiles a la jurisdicción militar en casos excepcionales. “Los autores de la Constitución del Perú de 1979 expresamente contemplaron este esquema cuando prohibieron el juzgamiento de civiles por tribunales militares con dos restringidas excepciones” (art. 235), una sola de las cuales se refería a tiempos de paz: evasión del servicio militar . Esta solución podría presentar problemas, pero dichos problemas se limitarían al restringido ámbito expresamente autorizado a los tribunales militares para el juzgamiento de civiles. Indudablemente, este modelo resulta menos idóneo como instrumento para poner en práctica una política de persecución represiva intolerable de personas ajenas a la institución militar, de significativa magnitud, por parte de las fuerzas armadas. Sin embargo, estas excepciones difícilmente puedan ser justificadas y, en consecuencia, deberían recibir el mismo tratamiento que los casos penales comunes: su atribución a tribunales ordinarios no militares que aplican el procedimiento penal común.

III. Por último, están aquellos países que disponen el juzgamiento de civiles ante la justicia militar de manera más amplia y en relación, especialmente, a delitos de naturaleza política. El juzgamiento militar del delito de terrorismo es el paradigma de este modelo. Esta opción suele ser utilizada ante la existencia de conflictos armados internos. La Constitución Política del Perú de 1993, en su art. 173, establece la jurisdicción de los tribunales militares sobre los delitos de terrorismo y traición a la patria cometidos por civiles, aun en tiempos de paz . Es este modelo el que genera mayores dificultades para lograr el respeto y vigencia efectivos de los derechos fundamentales de las personas y que, además, produce en su aplicación práctica el más alto grado de violaciones al derecho internacional de los derechos humanos.

III. Exigencias internacionales en tiempos de paz y en casos de enfrentamiento armado interno

I. En tiempos de paz, todas las personas gozan, en general, del derecho a un juicio justo ante un tribunal competente, independiente e imparcial establecido por la ley frente a una imputación de carácter penal (Declaración Universal de Derechos Humanos, art. 10; Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, art. XXVI), en el cual se deben respetar determinadas garantías (Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos , art. 14; Convención Americana sobre Derechos Humanos , art. 8). Este derecho surge en la medida en que exista “cualquier acusación penal formulada contra” una persona (CADH, art. 8), es decir que el derecho se torna operativo y exigible en el preciso momento en que surge la imputación de un hecho punible contra una persona determinada.

Ello implica que en tiempos de paz, sin importar la naturaleza del delito, toda persona sometida a persecución penal goza del derecho a las garantías judiciales, propias de un juicio justo, contenidas y desarrolladas en los instrumentos internacionales citados. En consecuencia, un civil sólo podrá ser juzgado por la comisión de un delito, de modo legítimo, ante los tribunales penales ordinarios competentes.

II. En casos de enfrentamiento armado interno (no internacional), rige el art. 3 común a los cuatro Convenios de Ginebra. La aplicación de esta norma depende de la presencia de un conflicto bélico en el interior de las fronteras de un Estado. Es importante tener en cuenta que la existencia de tal conflicto no depende de un reconocimiento, tácito o expreso, de las partes: “la pregunta, que es esencialmente fáctica u objetiva por naturaleza, es si el nivel de violencia corresponde al establecido en el art. 3... en cuyo caso lo allí previsto se aplicaría automáticamente al conflicto armado” . La misma idea ha sido expresada por una Comisión de Expertos convocada por la Cruz Roja: “La existencia de un conflicto armado es innegable, en el sentido del artículo 3, si las acciones hostiles contra un gobierno legítimo asumen carácter colectivo y un mínimo de organización” .

El artículo 3, que se aplica en “caso de conflicto armado que no sea de índole internacional” , dispone, respecto de las “personas que no participen directamente en las hostilidades, incluidos los miembros de las fuerzas armadas que hayan depuesto las armas y las personas puestas fuera de combate por enfermedad, herida, detención o cualquier otra causa...”, la obligación de que sean tratadas con humanidad y de manera no discriminatoria, y la prohibición, que rige en cualquier tiempo y lugar, de que sean condenadas o ejecutadas sin “previo juicio ante tribunal legítimamente constituido, con garantías judiciales reconocidas como indispensables por los pueblos civilizados”.

El propósito del art. 3, única disposición de los Convenios de Ginebra aplicable a conflictos internos, consiste en establecer ciertos parámetros mínimos, que deben ser respetados durante este tipo de situaciones, para la protección de personas que no intervienen en el enfrentamiento armado, o que han dejado de intervenir en él. Si el Estado pretende castigar a estas personas por la comisión de hechos delictivos puede hacerlo, pero sus procedimientos “deben ser conducidos, sin excepción, en consonancia con las reglas no derogables establecidas en el artículo 3 común a los Convenios de Ginebra y otras normas aplicables” .

III. La existencia de una situación de emergencia en un Estado parte de la CADH —motivado o no en un conflicto armado interno—, por otra parte, comprende exigencias adicionales según el sistema regional. En este sentido, ha dicho la Corte Interamericana claramente que el estado de emergencia no permite suspender las garantías judiciales que protegen derechos no sujetos a suspensión (CADH, art. 27, nº 2), definidas como “aquellos procedimientos judiciales que ordinariamente son idóneos para garantizar” el ejercicio pleno de tales derechos y libertades. También ha subrayado que el carácter judicial de estos medios “implica la intervención de un órgano judicial independiente e imparcial, apto para determinar la legalidad de las actuaciones... del estado de excepción” . La Corte agregó que “los principios del debido proceso legal no pueden suspenderse con motivos de las situaciones de excepción en cuanto constituyen condiciones necesarias” de las garantías judiciales del art. 8 .

En consecuencia, durante los estados de emergencia rigen, respecto a los civiles, las mismas condiciones que para los tiempos de paz. En este marco, el derecho a juicio previo contenido en el art. 3 común de los Convenios de Ginebra, garantía judicial que no puede ser suspendida en casos de conflicto armado interno, exige la aplicación del art. 8 de la Convención Americana a todo proceso penal que se realice durante el conflicto armado respecto de quienes no intervengan en el enfrentamiento o hayan dejado de hacerlo. Esta interpretación ha sido reafirmada por la Comisión, pues ésta concluyó, frente a una situación de estas características, que el derecho a un juicio previo ante un tribunal imparcial con las debidas garantías en casos de delitos de terrorismo era un derecho no sujeto a suspensión durante los estados de emergencia.

En 1993, la Comisión señaló:

“El Decreto Ley 25659, que regula el delito de traición a la Patria, dispone que las personas acusadas de ese delito serán juzgadas por jueces militares. Al hacer extensiva la jurisdicción militar a los civiles, la norma se encuentra en abierta contradicción con el debido respeto a las garantías de la administración de justicia y el derecho a ser juzgado por el juez natural y competente, que garantizan los artículos 8 y 25 de la Convención Americana. El fuero militar es una instancia especial exclusivamente funcional destinada a mantener la disciplina de las Fuerzas Armadas y de las Fuerzas de Seguridad y debe ser, por consiguiente, aplicable exclusivamente a las personas que integran dichas fuerzas” .

Tres años más tarde, ante el mantenimiento del estado y la legislación de emergencia, la Comisión recomendó al gobierno peruano “que el conjunto de la legislación antiterrorista y las normas concordantes con éstas se adecuen a la Convención Americana. En esta materia —aclaró la Comisión— debe darse pleno cumplimiento a la Convención Americana que regula las situaciones de emergencia en lo relativo al respeto absoluto de los derechos cuyo ejercicio no es suspensible, y a las garantías indispensables para la protección de tales derechos” .

IV. Sin embargo, la Corte Interamericana ha sostenido una posición más conservadora. Respecto a la garantía judicial protectora de la libertad no suspendible durante estados de excepción, la Corte ha dicho:

“Si bien es cierto que la libertad personal no está incluida expresamente entre aquellos derechos cuya suspensión no se autoriza en ningún caso, también lo es que la Corte ha expresado que
‘los procedimientos de hábeas corpus y de amparo son de aquellas garantías judiciales indispensables para la protección de varios derechos cuya suspensión está vedada por el Artículo 27.2 y sirven, además, para preservar la legalidad en una sociedad democrática...’” .

En opinión de la Corte, entonces, la garantía que no puede ser suspendida en ningún caso, respecto al derecho a la libertad personal, es la acción de habeas corpus, y no el juicio ante un tribunal judicial. En el caso sometido a su decisión, la víctima, a pesar de ser civil, había sido acusada por el delito de traición a la patria ante tribunales militares, y según un procedimiento en el cual no contaba con la facultad jurídica de presentar una acción de habeas corpus ante los tribunales civiles . Dado que la Corte considera que esa acción de garantía no puede ser suspendida ni siquiera en estados de emergencia, concluyó que la imposibilidad de ejercer la acción de habeas corpus hizo responsable al Estado peruano por la violación del “derecho a la libertad personal y el derecho a la protección judicial, establecidos respectivamente en los artículos 7 y 25 de la Convención Americana” .

La exigencia impuesta por la Convención Americana que la Corte reconoce en estados de emergencia, entonces, no descalifica per se la intervención de tribunales militares administrativos en el juzgamiento de civiles, a diferencia de la doctrina establecida por la Comisión. Ahora bien, la Corte sólo reconoce la legitimidad de estos tribunales especiales en la medida en que ellos respeten las exigencias de independencia, imparcialidad, y los demás elementos del debido proceso contenidos en el art. 8 de la Convención. En el caso peruano citado, sin embargo, la Corte recurrió a argumentos más que cuestionables para disponer “que [era] innecesario pronunciarse”, para la decisión del caso, sobre el hecho de si los tribunales militares cumplían con los requisitos del debido proceso .

Sin embargo, resulta esencial señalar que “está emergiendo un consenso internacional sobre la necesidad de restringir drásticamente, si no prohibir, el ejercicio de la jurisdicción militar sobre civiles en general, y especialmente, durante situaciones de emergencia” . La referencia particular a las situaciones de emergencia se explica al tener en cuenta que es en ese tipo de situaciones donde la intervención de la justicia militar produce resultados más graves. Se cita como expresión de esta tendencia internacional, entre otros instrumentos, los Principios básicos de las Naciones Unidas relativos a la independencia de la judicatura (principios 3 y 5) , los influyentes Estándares mínimos de París sobre normas de Derechos Humanos en estado de emergencia (art. 16, nº 4) , y el Proyecto de Declaración de las Naciones Unidas sobre la Independencia de la Justicia .

IV. Algunas razones que justifican la prohibición absoluta del juzgamiento de civiles ante tribunales militares

I. Ya hemos enunciado brevemente las graves consecuencias que en los países de nuestra región han derivado, como regla, de la práctica de someter a civiles acusados de haber cometido infracciones penales al juzgamiento de tribunales militares. Dichas consecuencias se han caracterizado por la utilización de la justicia militar como arma de represión política y, también, por la implementación de prácticas sistemáticas de graves violaciones a los derechos humanos. Los terribles resultados de estas experiencias, derivados directamente de la intervención de la justicia militar en el juzgamiento de civiles, deben ser evitados. Para ello, se torna imprescindible adoptar una regla clara que impida de manera absoluta la atribución de competencia a tribunales militares en casos de delitos especiales o comunes cometidos por civiles.

La solución ideal, en este sentido, es la adoptada por la Constitución Política de Guatemala, que establece claramente la regla de que “Ningún civil podrá ser juzgado por tribunales militares” (art. 219, párr. II). Conforme a este principio, los civiles no pueden ser sometidos a la jurisdicción militar ni siquiera en aquellos casos de delitos comprendidos en la legislación penal militar —v. gr., espionaje militar, atentado contra destacamentos militares, evasión del servicio militar—, y mucho menos si se trata de delitos comunes. Se debe interpretar que la misma prohibición absoluta rige en los países cuyas constituciones no contienen referencia alguna a la justicia militar y, también, en aquellos que establecen tribunales militares y, sin embargo, no autorizan expresamente el juzgamiento de civiles por parte de dichos tribunales. Ello pues, a falta de otra solución expresa, el juzgamiento de infracciones penales cometidas por civiles corresponde a los tribunales criminales ordinarios, pertenecientes al poder judicial.

Esta solución, por otro lado, se funda en la necesidad de someter de modo efectivo el poder militar a las autoridades políticas civiles. Sólo en este marco resulta posible evitar la reiteración de las terribles consecuencias producidas por la intervención de órganos militares en la aplicación de sanciones penales a personas civiles. Éste fue el sentido, por ejemplo, de la reforma constitucional española de 1978: “Se pretendía, en resumidas cuentas, garantizar la plena supremacía del poder civil sobre los militares y la Constitución era el principal instrumento para lograrlo” . Sólo así, además, resulta posible dotar de legitimidad democrática a las acciones de las fuerzas armadas en un Estado de derecho.

II. Otra circunstancia que funda la decisión de establecer una prohibición absoluta del juzgamiento de civiles por tribunales militares se vincula con ciertas principios propios de la jurisdicción militar.

Un principio esencial de la jurisdicción militar consiste en su carácter excepcional. La justicia militar, estructurada sobre presupuestos completamente diferentes a los de la justicia ordinaria —se debe recordar que los presupuestos de esta última expresan los principios fundamentales del Estado de derecho— reviste naturaleza excepcional. Su excepcionalidad determina el ámbito de intervención restringido, delimitado estrictamente por el fundamento de su existencia, y los fines legítimos que debe perseguir. En consecuencia, la jurisdicción militar debe resultar competente en la menor cantidad de casos posibles y, además, debe ocuparse exclusivamente de cierto grupo de supuestos, definidos precisa y taxativamente por el ordenamiento jurídico.
La nueva Constitución de El Salvador, por ejemplo, establece expresamente el carácter excepcional de la jurisdicción militar en los siguientes términos:

“Art. 216. Se establece la jurisdicción militar. Para el juzgamiento de delitos y faltas puramente militares habrá procedimientos y tribunales especiales de conformidad con la ley. La jurisdicción militar, como régimen excepcional respecto de la unidad de la justicia, se reducirá al conocimiento de los delitos y faltas de servicio puramente militares, entendiéndose por tales los que afectan de modo exclusivamente un interés jurídico estrictamente militar”.

La imposibilidad del juzgamiento de civiles, según esta disposición, no sólo surge del principio de excepcionalidad de la justicia militar, sino también de su aplicación limitada a “delitos y faltas de servicio puramente militares”. Los civiles no podrían de ningún modo cometer delitos o faltas propias del servicio de la actividad militar y, en consecuencia, quedan excluidos absolutamente de la jurisdicción militar.

En España también se reconoce la naturaleza excepcional del fuero militar regulado en el texto constitucional. Este carácter excepcional se desprende de la firme y reiterada jurisprudencia del Tribunal Supremo español que tiende a “constreñir o reducir al máximo la competencia de los órganos judiciales militares a la materia penal que no pueda tener otro tratamiento que el castrense” . La regulación constitucional española de la jurisdicción militar y su interpretación jurisprudencial ha conducido al uso de expresiones como la de “jurisdicción residual” o “jurisdicción prácticamente excepcionalísima” .

El carácter excepcional de la jurisdicción militar en aquellas constituciones que no la regulan expresamente, por su parte, deriva del hecho de que, en este contexto, esta jurisdicción especial representa, precisamente, una excepción a los principios generales que estructuran los rasgos básicos de la administración de justicia penal ordinaria.

III. El segundo principio propio de la jurisdicción militar que impide el juzgamiento de civiles se vincula con el fundamento que se reconoce regularmente como justificación de su existencia . Este fundamento no sólo otorga legitimidad a la existencia de la jurisdicción militar sino que, además, determina el contenido y alcance del ámbito excepcional de intervención de los tribunales militares.

En este sentido, se indica que si bien “la justificación de los Tribunales militares se encuentra en una exigencia técnica de especialización en relación con la materia atribuida a su competencia... su razón de ser está en la disciplina como principio inspirador de la organización militar, pues el ordenamiento del Estado permite que el mantenimiento de la disciplina en el Ejército sea confiada a la propia organización militar por medio de órganos propios” . También se destaca que una de las características propias y fundamentales de la justicia militar, la limitación de su competencia al ámbito estrictamente militar, es consecuencia de su fundamento, anclado en el concepto de disciplina .

Se debe destacar especialmente que el fundamento de la existencia de la jurisdicción militar —esto es, de la decisión de excluir el juzgamiento de ciertas infracciones penales de los tribunales ordinarios y atribuirlo a órganos de la propia estructura militar— puede no coincidir de modo necesario con la justificación de la especificidad del derecho penal sustantivo militar, como tampoco con la de la definición de los bienes jurídicos protegidos por las disposiciones penales estrictamente militares. Independientemente de cómo diferenciemos al derecho penal militar sustantivo y de cómo definamos los bienes jurídicos estrictamente militares, la opción referida a los tribunales considerados competentes para el juzgamiento de este tipo de casos es una cuestión completamente distinta.

En este contexto, el carácter excepcional de la jurisdicción militar, cuyo fundamento y fin se vincula con la necesidad de mantener la disciplina en el seno de las fuerzas armadas, implica la imposibilidad de someter a esa jurisdicción a personas que, como los civiles, no tienen relación alguna con la organización militar, y mucho menos con sus necesidades internas de disciplina. En caso contrario, se toleraría la intervención de un fuero excepcional en forma desproporcionada y respecto de casos en los cuales esa intervención no podría ser justificada conforme a los fundamentos y fines que se le atribuyen.

Se debe tener en cuenta, en este punto, que el trato diferenciado que reciben las personas de condición militar por parte de los poderes públicos se justifica por las peculiaridades organizativas de las fuerzas armadas, estructuradas alrededor de la necesidad de imponer la disciplina inherente a ellas, e imprescindible para el cumplimiento de sus fines . Por este motivo, “la situación de los militares no es idéntica a la del resto de los ciudadanos. Los militares... ven limitados el goce de algunos de sus derechos fundamentales...”. La razonabilidad y legitimidad de estas limitaciones, que alcanzan exclusivamente a quienes poseen calidad de militares, “se explica por las altas misiones que la Constitución atribuye a los Ejércitos y para cuyo cumplimiento resulta imprescindible la disciplina” .

Dado que la razonabilidad y legitimidad de este trato diferenciado surge de la particular situación de los militares, de la misión atribuida a las fuerzas armadas y de la necesidad de mantener la disciplina, resulta evidente la inexistencia de razonabilidad y legitimidad en el caso de que se someta a este mismo trato diferenciado a civiles. Ello pues los civiles no se hallan en la misma situación que los militares, ni están vinculados con la misión atribuida a las fuerzas armadas, ni generan necesidad alguna de mantener su disciplina. Someter a los civiles al mismo trato diferenciado de los militares, en consecuencia, constituiría una medida irrazonable e ilegítima.

IV. Estos principios fundamentales de la jurisdicción militar no sólo operan como restricciones a su injerencia en el juzgamiento de civiles. La especial situación de los militares tiene sentido, exclusivamente, en el interior de la vida militar y durante el desarrollo de las actividades de servicio que le son propias. Por esta razón, y teniendo en cuenta siempre el carácter excepcional de la jurisdicción militar, su ámbito de actuación debe limitarse de manera exclusiva a los miembros de las fuerzas armadas en servicio activo. Los presupuestos que, según se afirma, fundamentan la jurisdicción militar sólo existen respecto de los militares en actividad . La situación de los militares retirados, en este sentido, es distinta y, en consecuencia, no existen razones legítimas que justifiquen el sometimiento de personas en esa situación a la justicia militar.

Los principios propios de la jurisdicción militar, entonces, no sólo impiden la intervención de tribunales militares en el juzgamiento de infracciones penales atribuidas a civiles. Estos principios también exigen el mismo tratamiento respecto de imputaciones de carácter penal dirigidas contra miembros de las fuerzas armadas en situación de retiro —o que por cualquier razón no estén en servicio activo—.

Esta solución fue adoptada expresamente por la nueva Constitución de El Salvador, que sólo reconoce la jurisdicción militar para “delitos y faltas de servicio puramente militares” (art. 216). De este modo, el texto, al hacer referencia a infracciones militares “de servicio”, excluye las infracciones de carácter militar cometidas por militares que no se hallan en servicio activo, es decir, por los miembros retirados de las fuerzas armadas. Como consecuencia del contenido del nuevo texto constitucional, el Código de Justicia Militar fue reformado, y la nueva redacción de su artículo 1 dispone que las disposiciones del Código se aplican, exclusivamente, a los miembros de las fuerzas armadas en servicio activo a quienes se impute la comisión de un delito o una falta puramente militar.

La cuestión fue planteada en un caso peruano presentado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Los peticionantes eran todos militares, y algunos de ellos se hallaban en situación de retiro. Por este motivo, se alegó en la petición que los militares retirados se hallaban excluidos del Fuero Privativo Militar y que, por lo tanto, debían haber sido juzgados por el fuero ordinario. El Gobierno peruano justificó el trámite ante la justicia militar en varios artículos del Código de Justicia Militar. La Comisión consideró, sin embargo, que resultaba extremadamente difícil inferir de esas disposiciones la competencia de los tribunales militares para juzgar a los oficiales retirados . Pero el análisis de la Comisión se limitó determinar la legalidad de la atribución de competencia a los tribunales militares, en ese caso concreto, según la legislación interna peruana. La Comisión no se pronunció, en cambio, sobre el tratamiento que debe darse a los militares retirados perseguidos penalmente según las exigencias de la Convención Americana.

V. Obligaciones internacionales y derecho a ser oído por un tribunal

I. Como ya hemos visto, todo civil perseguido penalmente tiene derecho, tanto en tiempos de paz como durante un conflicto armado interno, a las garantías judiciales del art. 8 de la CADH. El art. 8, nº 1, dispone:

“1. Toda persona tiene derecho a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable, por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley, en la sustanciación de cualquier acusación penal formulada contra ella...”.

El mismo artículo 8 establece las demás exigencias previstas para el proceso penal. En consecuencia, toda imputación penal contra civiles debe ser resuelta por órganos pertenecientes al poder judicial, competentes, independientes e imparciales, conforme a las reglas de un procedimiento penal que satisfaga los demás requisitos impuestos por el artículo 8 de la CADH que integran los diversos aspectos del concepto genérico de debido proceso en materia penal. La obligación internacional no pierde vigencia ni siquiera durante los estados de emergencia cuando se trata de una imputación penal atribuida a un civil.

Dado que los “tribunales” militares integrados a la organización militar no forman parte del poder judicial, sobre estos “tribunales” administrativos pesa una prohibición absoluta para intervenir en el juzgamiento penal de civiles en tiempos de paz o durante estados de emergencia. Tal imposibilidad absoluta deriva del carácter no judicial de los órganos que integran la jurisdicción militar tradicional. Según el criterio aplicado por la Comisión Interamericana en diversas ocasiones, resulta suficiente para determinar la ilegitimidad de la intervención de la justicia militar el simple hecho de que ella esté integrada por órganos administrativos, esto es, que no esté integrada por órganos verdaderamente jurisdiccionales. Este criterio fue reconocido por la Comisión en los siguientes términos:

“El cometido principal de las fuerzas armadas consiste en combatir a los terroristas, luchando en el plano militar contra los grupos armados irregulares y ésta es su principal función en la campaña contra la subversión. La Comisión considera que las fuerzas armadas exceden su función natural cuando juzgan a los civiles acusados de pertenecer a los grupos subversivos, porque esta función corresponde a la justicia penal ordinaria” .

La Comisión también rechazó la legitimidad de los tribunales militares en el juzgamiento penal de miembros de las fuerzas armadas. En este sentido, afirmó que los tribunales militares contemplados en la legislación peruana no constituían tribunales competentes, independientes e imparciales:

“En segundo lugar la Comisión considera que en el presente caso, según se establece en el artículo 10 de la Declaración Universal y en el artículo 8, párrafo 1, de la Convención Americana, el Fuero Privativo Militar no es “un tribunal competente, independiente e imparcial” puesto que forma parte, de acuerdo con la Ley Orgánica de Justicia Militar peruana... del Ministerio de Defensa, es decir se trata de un fuero especial subordinado a un órgano del Poder Ejecutivo” .

II. La doctrina del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, órgano de aplicación del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos del sistema universal, en cambio, admite el sometimiento de civiles ante tribunales militares, en la medida en que no se vulneren las garantías judiciales del art. 14 de ese instrumento. En su Comentario General sobre esa disposición del Pacto, el Comité observó, entre otras cuestiones:

“Si bien el Pacto no prohíbe esas categoría de tribunales [militares o especiales], las condiciones que estipula indican claramente que el enjuiciamiento de civiles por tales tribunales debe ser muy excepcional y ocurrir en circunstancias que permitan verdaderamente la plena aplicación de las garantías previstas en el artículo 14” .

Aunque de manera excepcional, el Comité admite el enjuiciamiento de civiles por tribunales militares. Ello significa que en estos casos sólo existirá una violación de las garantías judiciales en la medida en que la actuación del tribunal militar vulnere las exigencias del art. 14 del PIDCP. Así, no basta con demostrar ante el órgano de protección internacional que un civil ha sido juzgado por un tribunal militar. Se debe demostrar, además, que tal circunstancia concurrió con el incumplimiento de alguna de las exigencias derivadas de las garantías judiciales del artículo 14.

La interpretación del Comité, sin embargo, no tiene en cuenta que una de las garantías judiciales más trascendentes consiste en el derecho a ser oído ante un órgano del poder judicial, tal como lo ordenan expresamente el art. 8 de la CADH y el art. 14 del PIDCP (“por un tribunal”), y no ante un órgano perteneciente a otro de los poderes del Estado, como sucede con los “tribunales” administrativos. Ésa es la solución expresamente contenida en ambos pactos internacionales, pues ambos hacen referencia exclusiva a órganos que integran el poder judicial (“juez” o “tribunal”), y ninguno de ellos contempla alguna otra posibilidad. La intervención de un tribunal, especialmente en un caso penal, constituye una exigencia esencial del principio de división de poderes propio de la organización republicana del moderno Estado de derecho. El principio mencionado impone la exigencia ineludible de atribuir la función jurisdiccional, exclusivamente, a los órganos del poder judicial. Adicionalmente, el principio de inocencia comprende la obligación de realizar un juicio previo para poder imponer una sanción penal, y este juicio sólo puede desarrollarse ante un órgano jurisdiccional.

Finalmente, es vital señalar que el cumplimiento de las restantes exigencias contenidas en el art. 14 del PIDCP, para ser efectivo, presupone la intervención de un tribunal, y no de cualquier otro órgano público. Sólo un tribunal se halla en posición de garantizar y proteger los derechos que integran el concepto de debido proceso, entre otras razones, pues en eso consiste, precisamente, el aspecto central de la función judicial. Al respecto, se ha afirmado concisamente: “El desempeño de funciones jurisdiccionales —consistentes de forma exclusiva y excluyente en juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, además de realizar aquellos otros cometidos establecidos por la ley en garantía de cualquier derecho...—, conlleva la atribución a sus titulares de un conjunto de garantías y obligaciones que conforman el específico estatuto jurídico de los integrantes del Poder Judicial”. Y se ha agregado: “Dichas garantías caracterizan ad intra la función jurisdiccional” . En consecuencia, el único órgano estatal facultado legítimamente y preparado funcionalmente para garantizar el respeto efectivo del debido proceso es un órgano jurisdiccional perteneciente al poder judicial.

III. La Corte Interamericana de Derechos Humanos, como el Comité de Derechos Humanos, también ha adoptado una posición cuestionable. A principios de este año, por ejemplo, la Corte resolvió que el tratamiento de un proceso penal ante la jurisdicción militar de carácter administrativo no significaba per se una violación de los derechos garantizados en la Convención Americana. Sin embargo, esta decisión no tiene demasiada relación con el tema específico que analizamos en este trabajo. En primer lugar, la decisión se refiere a un caso de aplicación de la jurisdicción militar en el juzgamiento penal de militares y no de civiles. Además, la Corte se limitó, exclusivamente, a determinar si el tratamiento del caso ante la justicia militar representaba una violación de los derechos garantizados en la Convención a la parte acusadora. En este sentido, el tribunal dejó en claro expresamente que la cuestión acerca de si en el caso se habían vulnerado los derechos de los militares acusados no estaba bajo su consideración .

En otro caso reciente, la Corte consideró la intervención de la justicia militar peruana en el juzgamiento de una infracción penal atribuida a una civil. La Corte en este caso no descalificó per se la intervención de tribunales militares en el juzgamiento de civiles, a diferencia de la Comisión. Ahora bien, la Corte reconoció la legitimidad de estos tribunales especiales en la medida en que ellos respeten las exigencias de independencia, imparcialidad, y los demás elementos del debido proceso contenidos en el art. 8 de la Convención Americana .

Sin embargo, la interpretación correcta del alcance de las garantías judiciales es la establecida por la doctrina de la Comisión Interamericana, y no el criterio compartido por el Comité de Derechos Humanos y por la Corte Interamericana. Es importante tener en cuenta, en este punto, que el derecho a ser oído por un juez o tribunal del art. 8 de la CADH y del art. 14 del PIDCP es un derecho del que goza “toda persona” sometida a persecución penal, sin distinción alguna. En consecuencia, “ninguna persona” puede ser sometida a juzgamiento penal ante un órgano que, como un tribunal militar, no integra el poder judicial y carece de facultades jurisdiccionales legítimas para someter a enjuiciamiento penal a un civil.

Ésta es la solución que se halla incorporada en forma expresa a los Principios básicos relativos a la independencia de la judicatura . El quinto principio de este instrumento internacional dispone:

“Toda persona tendrá derecho a ser juzgada por los tribunales de justicia ordinarios con arreglo a procedimientos legalmente establecidos. No se crearán tribunales que no apliquen normas procesales debidamente establecidas para sustituir la jurisdicción que corresponda normalmente a los tribunales ordinarios”.

La principal ventaja de esta interpretación consiste en la mayor facilidad que establece para impugnar los casos de juzgamientos de civiles ante tribunales militares, tanto en el ámbito interno como en el sistema internacional de protección. Si la intervención de un tribunal militar es ilegítima per se, todo civil sometido a persecución penal sólo tendrá que demostrar el carácter no jurisdiccional del tribunal militar interviniente para exigir la remisión del caso a los tribunales ordinarios. Según la doctrina del Comité de Derechos Humanos y de la Corte Interamericana, en cambio, será necesario, además, demostrar la violación efectiva de alguna de las restantes garantías judiciales. Sin embargo, en la práctica, esta carga adicional no representa serias dificultades pues, como veremos a continuación, la intervención de tribunales militares trae aparejadas, como regla, graves violaciones a esas garantías.

VI. Obligaciones internacionales y garantías judiciales

I. Como ya se ha señalado, es una exigencia del derecho internacional que, tanto en tiempos de paz como en estados de emergencia, todo tribunal —militar o judicial— con competencia en materia penal sobre personas civiles respete las garantías judiciales que dan contenido al debido proceso (CADH, art. 8; PIDCP, art. 14).

Sin embargo, la realidad de nuestra región demuestra que los tribunales militares, como regla, no cumplen mínimamente con las exigencias del debido proceso. En este sentido, se ha señalado, ya en 1989:

“Tanto el Comité de Derechos Humanos como la Comisión Interamericana han conocido numerosas denuncias de procesos realizados por tribunales de esta índole, que impugnan a menudo tanto la violación sistemática de los derechos procesales del acusado como la falta de competencia, imparcialidad e independencia de estos tribunales” .

El Comité de Derechos Humanos, en este punto, realizó las siguientes observaciones genéricas en su comentario al art. 14 del PIDCP:

“Las disposiciones del artículo 14 se aplican a todos los tribunales y cortes de justicia comprendidos en el ámbito de este artículo, ya sean ordinarios o especiales. El Comité observa la existencia, en muchos países, de tribunales militares o especiales que juzgan a personas civiles... En algunos países esos tribunales militares y especiales no proporcionan las garantías estrictas para la adecuada administración de justicia, de conformidad con las exigencias del artículo 14, que son fundamentales para la eficaz protección de los derechos humanos” .

Las situaciones más graves se dan en países en los cuales existe un estado de excepción debido a un enfrentamiento armado interno. Perú puede ser considerado como un paradigma de esta situación. En 1993 se llegó a la conclusión de que la “administración de justicia en terrorismo y, especialmente, traición a la patria [competencia de la justicia militar] es seriamente incongruente e incompatible en muchos aspectos esenciales relativos a las obligaciones legales internacionales del Perú” . Lo mismo sucede aún en Chile, a pesar de la inexistencia de un estado de excepción. En este caso, la utilización de la jurisdicción militar para el juzgamiento de civiles constituye un instrumento evidente de persecución política de personas que cuestionan a las fuerzas armadas. La práctica de represión política resulta posible por la magnitud del poder que aún conservan los militares chilenos, quienes recurren a él para condicionar significativamente el régimen democrático formalmente en vigencia.

La experiencia de nuestra región permite afirmar que, como regla, la intervención de tribunales militares en el juzgamiento de civiles implica una práctica sistemática de violaciones a los derechos humanos, a pesar de que los Estados tienen el deber de respetar esos derechos, conforme a las obligaciones jurídicas establecidas por el derecho internacional. Veamos, a continuación, cuáles son los derechos que resultan más afectados.

II. La impugnación más frecuente que se dirige a la intervención de los tribunales militares en el juzgamiento de civiles consiste en su falta de independencia e imparcialidad. Esta circunstancia es especialmente relevante en situaciones de emergencia, pues en ese caso se permite que los militares juzguen y condenen a sus propios enemigos.

El caso peruano es, una vez más, un buen ejemplo. El Decreto-Ley Nº 25.659 (1992) estableció en la legislación peruana el delito de traición a la patria como una forma agravada de la figura de terrorismo. A diferencia de los casos de terrorismo común, los delitos de traición a la patria son juzgados por tribunales militares que aplican procedimientos extraordinariamente sumarios . En consecuencia, las “fuerzas militares peruanas, a las cuales ya se les había encomendado la destrucción del enemigo en el campo de batalla, se convirtieron en jueces y fiscales de sus adversarios en un procedimiento legal muy particular” . A ello se ha agregado que “donde, como aquí, los supuestos defendidos ante estos tribunales son los declarados enemigos del estamento militar, nosotros no creemos que se pueda considerar que estos tribunales investigan objetivamente los hechos e imparten justicia, como es requerido en los tratados de los cuales Perú es Parte” .

La Comisión Interamericana ha hecho referencia a la falta de imparcialidad e independencia de los tribunales militares o administrativos en varias ocasiones. En 1996 afirmó sobre la situación peruana: “En su Informe Anual de 1993, la Comisión señaló que a los civiles juzgados en los tribunales militares se les niega el derecho a ser oídos por un juez independiente e imparcial, derecho que les confiere el artículo 8.1 de la Convención” . La Comisión también cuestionó, entre otros, a los tribunales militares argentinos que durante la dictadura juzgaban a civiles acusados de delitos políticos, a los tribunales administrativos antisomocistas establecidos por el Frente Sandinista de Liberación en Nicaragua, y a los tribunales militares establecidos por el Código de Justicia Militar chileno .

La falta de independencia e imparcialidad de los tribunales militares no sólo se atribuye al hecho de que ellos juzguen a sus propios enemigos, sino que también se vincula a sus características propias. Analizando la integración de los tribunales militares chilenos, la Comisión Interamericana señaló:

“La independencia de los tribunales y jueces del poder político es una de las condiciones fundamentales de la administración de justicia. La inamovilidad de los mismos y su adecuada preparación profesional son requisitos que tienden a asegurar esa independencia y el correcto cumplimiento de las delicadas funciones que les son encomendadas...

Como puede advertirse... [el titular de la jurisdicción militar es] un oficial militar en servicio activo, subordinado jerárquicamente a sus autoridades y carente, por tanto, de la independencia funcional imprescindible... En su calidad de oficial en servicio activo carece también de inamovilidad y, adicionalmente y por razones de su profesión, este oficial no posee la formación jurídica que es exigible a un juez” .

En cuanto a la integración de los tribunales militares peruanos, compuestos por un abogado y cuatro oficiales de carrera sin formación jurídica, se ha señalado:

“Cuando estos oficiales asumen el papel de ‘jueces’, siguen estando subordinados a sus superiores y obligados a respetar la jerarquía militar establecida. La manera como ellos lleven a cabo la tarea asignada jugará un rol decisivo en sus futuros ascensos, incentivos profesionales, así como en la asignación de servicios. Su dependencia está determinada por la naturaleza misma de la institución militar. En consecuencia, la justicia militar se convierte en el resultado de las políticas trazadas y dirigidas por el mando militar.

... es debido a su inherente dependencia institucional que encontramos a estos tribunales inadecuados para juzgar civiles por delitos que no se encuentran típicamente dentro de su jurisdicción regular” .

En conclusión, la falta de independencia e imparcialidad deriva, en situaciones de emergencia, del hecho de que los militares juzgan y castigan a sus propios enemigos. Independientemente de la presencia de un estado de excepción, la falta de independencia e imparcialidad que caracteriza a los tribunales militares es producto de la dependencia institucional inherente a ellos, determinada por la naturaleza misma de la institución militar. Ello significa que, en principio y como regla, el problema existe en todos los casos de juzgamiento de civiles por tribunales militares.

III. La preocupación sistemática por la independencia e imparcialidad de los tribunales militares no sólo se explica por el hecho de que, en general, estos tribunales no cumplen con estas exigencias. Además, esta preocupación obedece a la importancia concedida a estos principios en la tarea de lograr el respeto efectivo de los componentes del debido proceso. En realidad, el problema se reduce a la exigencia de imparcialidad. Ello pues tanto el principio del juez natural como el de independencia judicial son principios instrumentales que, en cuanto al justiciable, intentan realizar la garantía de imparcialidad. El juez natural debe ser independiente para ser imparcial. Las exigencias referidas al juez natural y a la independencia judicial son, en este sentido, sólo instrumentos para realizar el principio de imparcialidad .

Si tenemos en cuenta la relevancia de la garantía de imparcialidad en el marco del procedimiento penal, se torna necesario estructurar un procedimiento que permita regularmente la realización acabada de esta garantía. Piénsese que el efectivo respeto del resto de las garantías fundamentales se tornaría ilusorio si no se garantizara la imparcialidad del tribunal que habrá de intervenir en el caso. En este sentido, la imparcialidad judicial es considerada “principio de principios”, identificable con “la esencia misma del concepto de juez en un Estado de derecho” . También se sostiene que la exigencia de imparcialidad no es una garantía procesal más, “sino que constituye un principio básico del proceso penal” cuya vulneración impide “la existencia de un juicio penal justo” . En consecuencia, la imparcialidad puede ser considerada como una “metagarantía” que opera como presupuesto necesario del respeto y realización de todas las demás garantías fundamentales.

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en el caso Piersack , definió la imparcialidad como ausencia de prejuicios o parcialidades que debe ser considerada tanto subjetiva como objetivamente. En el aspecto objetivo, todo juez en relación al cual pueda haber razones legítimas para dudar de su imparcialidad debe ser apartado, ya que lo que está en juego es la confianza que los tribunales deben inspirar a los ciudadanos en una sociedad democrática.

IV. La administración de justicia penal ordinaria recurre, para garantizar la imparcialidad del juez frente al caso, a diversos mecanismos. En primer lugar, el principio del juez natural exige que el tribunal competente sea definido legalmente con anterioridad a la comisión del hecho punible objeto del proceso. Este principio, sin embargo, no siempre es respetado por los tribunales militares, cuya integración puede ser establecida especialmente para el caso concreto que debe juzgarse.

Un buen ejemplo de ello era el antiguo art. 546 del CPP Guatemala, hoy derogado, que establecía la integración del tribunal de juicio al cual se atribuía competencia para juzgar “casos de delitos o faltas comunes cometidos por militares, o delitos militares conexos con delitos o faltas comunes” . Según esta disposición, el juicio debía ser realizado “por un Consejo de Guerra, integrado por el Tribunal de Sentencia que tenga competencia territorial y dos oficiales superiores del Ejército de Guatemala” (art. 546, inc. 3).

El principio del juez natural se limita a la exigencia de que el tribunal competente sea previamente establecido por la ley y, en consecuencia, no comprende la integración personal de los miembros del tribunal. Ello significa que el tribunal definido como competente —el juez natural— puede sufrir variaciones en su integración, esto es, que el tribunal competente al momento de comisión del hecho puede, al momento del enjuiciamiento del imputado, estar integrado por nuevos miembros. Pero se debe tener en cuenta que estas variaciones en la integración del tribunal no se producen para un único caso, pues alcanzan a todos los casos que deben ser resueltos y que, además, ellas tienen carácter permanente, pues la nueva integración rige, en principio, para todos los casos futuros. Sin embargo, el principio del juez natural no cumpliría con su función garantizadora si se permitiera definir arbitraria y discrecionalmente la integración del tribunal competente para cada caso concreto, pues ello significaría que el Estado estaría facultado a atribuir el juzgamiento de un caso a un tribunal ad hoc, especialmente establecido para ese caso en particular. Y esta es, precisamente, la situación que pretende impedir el principio del juez natural.

A pesar de ello, en el Consejo de Guerra que, conforme al art. 546 del CPP Guatemala derogado, actuaba como tribunal de juicio para delitos comunes cometidos por militares, dos de sus miembros (los “dos oficiales superiores del Ejército”) eran designados especialmente para intervenir exclusivamente en un caso particular. La designación de los integrantes militares del tribunal correspondía a la Corte Suprema, pero el ejercicio de esa facultad dependía, en gran medida, de la voluntad de la institución armada, pues la elección de la Corte se realizaba “conforme ternas presentadas por el Ministerio de la Defensa” (art. 546, penúltimo párrafo) .

En consecuencia, estas reglas del CPP Guatemala, que permitían que algunos miembros del tribunal competente fueran designados especialmente para el caso concreto, representaban una vulneración clara de las exigencias del principio del juez natural. En este marco, la mera definición legal previa del tribunal competente, que establecía el juez natural para el caso, no resultaba suficiente para garantizar el verdadero sentido del principio del juez natural.

V. Otro mecanismo que el ordenamiento jurídico contiene para garantizar la imparcialidad del juez es el principio fundamental de la independencia judicial. La independencia exige que el juez sólo se halle sometido a la ley, y libre de toda influencias o presiones extrañas, sea que éstas provengan de los demás poderes del Estado —independencia externa— o de los demás órganos del poder judicial —independencia interna—.

Para garantizar la independencia de los miembros del poder judicial, el ordenamiento jurídico recurre a diversos mecanismos, entre ellos:

a) sistemas específicos de designación y remoción, organizados especialmente conforme a las necesidades, características y funciones del poder judicial —v. gr., consejos de la magistratura—;

b) inamovilidad en el cargo;

c) intangibilidad de las remuneraciones;

d) sometimiento exclusivo a las normas del ordenamiento jurídico en la toma de decisiones;

e) atribución exclusiva de funciones jurisdiccionales al poder judicial;

f) prohibición para que los demás poderes del Estado, especialmente el poder ejecutivo, desempeñen funciones jurisdiccionales o intervengan en la decisión de causas judiciales, entre otras.

Como ya hemos visto, los tribunales militares, generalmente integrados por miembros de las fuerzas armadas en servicio activo, no cumplen los requisitos previstos para asegurar la independencia judicial. Los jueces militares, en este sentido y entre otras cosas, pertenecen al poder ejecutivo, carecen de inamovilidad, no son designados ni removidos conforme al régimen aplicable a los miembros del poder judicial, y se hallan en relación de subordinación jerárquica respecto a las autoridades militares de rango superior.
Las notas esenciales de la organización de la justicia militar, entonces, determinan necesaria y directamente la falta de aplicación de las diversas exigencias previstas en el sistema jurídico para garantizar la independencia de los órganos jurisdiccionales del Estado. En consecuencia, el reconocimiento jurídico de estas exigencias, que no se aplican por resultar ajenas u opuestas a los principios estructurales de la organización militar, no constituye un mecanismo idóneo para garantizar la independencia de la justicia militar.

VI. El tercer mecanismo que tiende a asegurar la exigencia de imparcialidad se vincula con la posibilidad de garantizar la imparcialidad del juez frente al caso concreto. Se trata de resolver situaciones en las cuales el juez ofrezca dudas respecto a su intervención imparcial, en la resolución de un caso determinado, por las circunstancias particulares del caso.

La relación del juez con el caso concreto comprende aspectos subjetivos y objetivos. El aspecto subjetivo se vincula con circunstancias estrictamente personales del juez que establecen una relación con el caso concreto. Así, por ejemplo, cuando el juez es pariente de una de las partes. El aspecto objetivo, en cambio, se refiere a una relación entre el juez y el caso que no depende de las circunstancias personales de ese juzgador en particular. Así, por ejemplo, cuando el juez ha intervenido en una etapa anterior del procedimiento (v. gr., el juez que participó en la investigación no puede intervenir en el juicio). Se trata de una relación objetiva porque, a diferencia del ejemplo del parentesco, no depende de alguna cuestión personal de un juez determinado. Mientras que la relación subjetiva sólo existe, en el ejemplo, para el juez que tiene vínculos de parentesco con alguna de las partes, la relación objetiva se establece para todo juez que, independientemente de sus circunstancias personales, haya mantenido ciertos vínculos procesales con el caso.
La solución prevista para dar solución a los casos en que, por razones subjetivas u objetivas, el justiciable se enfrenta con un temor o sospecha de parcialidad consiste en el apartamiento del juez sospechado. Estos supuestos están enunciados en la legislación procesal como causales de excusación o recusación que determinan, de oficio o a pedido de parte, el apartamiento del juez relacionado objetiva o subjetivamente con el caso particular. El apartamiento del juez, es importante destacar, no opera en la mayoría de los casos, sino sólo en aquellos supuestos, cuantitativamente escasos, en los cuales existe cierta relación entre el juez y el caso concreto que permite fundar el temor de parcialidad sobre bases racionales. El mecanismo procesal del apartamiento, administrado razonablemente, permite, en la justicia ordinaria, garantizar de manera efectiva la imparcialidad del juez frente al caso concreto.

Sin embargo, no sucede lo mismo cuando se trata del juzgamiento de civiles ante tribunales militares. Las situaciones más graves, en este sentido, se presentan en países sometidos a estados de emergencia, referidos a conflictos armados internos, que autorizan a los tribunales militares a juzgar a civiles por delitos vinculados al enfrentamiento —v. gr., terrorismo—. En estas circunstancias, como sucede en el caso peruano, los militares se transforman, en el ámbito jurídico, en jueces y fiscales de quienes son sus propios enemigos en el campo de batalla. La relación de enemigo, además, existe entre todos los miembros de las fuerzas armadas y respecto de todos los integrantes de las fuerzas irregulares.

En situaciones especiales, como la de Chile, sucede algo similar. La legislación chilena permite el juzgamiento de civiles ante la jurisdicción militar por delitos que, supuestamente, afectan intereses fundamentales de las fuerzas armadas. En realidad, la justicia militar de este país tiene como finalidades principales tanto la de instrumentar la represión de los adversarios políticos de la institución armada, como la de proteger y reafirmar el inmenso poder político que aún conservan los militares chilenos. También en este caso, entonces, los militares juzgan a sus propios enemigos, aun cuando se trata de un enfrentamiento pacífico que se desarrolla exclusivamente en la arena política institucional .

Ambos casos presentan una característica común. En este tipo de situaciones, el tratamiento regular que la justicia militar otorga a los civiles se halla determinado por la percepción que la institución tiene del justiciable, claramente definido como un enemigo. La ausencia de imparcialidad del juez militar que debe resolver la situación de personas a quienes considera sus enemigas existe en todos y cada uno de los casos sometidos a su decisión. La parcialidad del tribunal militar estará presente en todos los casos, es decir, para todos los civiles juzgados y sin importar por quién esté integrado el tribunal militar en cada caso concreto. En consecuencia, no se cumplirá, como regla, con la exigencia de imparcialidad del juez en el caso concreto.

Por otra parte, el mecanismo del apartamiento no resultará efectivo para resolver el problema. En el ámbito de la justicia militar, no se trata de un problema que surge en un número reducido de casos, sino de una característica estructural de su organización. La ausencia de imparcialidad generalizada deriva de la decisión expresa de instrumentar una política judicial específica que, respecto del juzgamiento de civiles, implica la utilización de la justicia militar como herramienta de represión política del adversario. En este contexto, el mecanismo del apartamiento del juez no sirve para resolver el problema, entre otras razones, porque fue previsto para ser aplicado en un número reducido de casos de características especiales . Dado que la ausencia de imparcialidad no deriva de determinada relación entre un juez y un caso concreto, sino que es consecuencia de la implementación generalizada de una política judicial por parte de todos los órganos que integran la justicia militar, el apartamiento del juez se torna una medida inocua. Ello pues, aun si se aceptara la solicitud del imputado de apartar al juez militar de su caso, aparecerá un nuevo juez militar que, por ser tal, será tan parcial como su predecesor.

En conclusión, con la exigencia de imparcialidad judicial frente al caso sucede como con las dos exigencias anteriores. El principio de imparcialidad judicial frente al caso no se respeta, como regla general, cuando la justicia militar enjuicia a civiles. Además, el problema generado por el incumplimiento regular del principio de imparcialidad judicial frente al caso no puede ser resuelto, siquiera mínimamente, con los instrumentos jurídicos previstos en la justicia ordinaria para enfrentar este mismo problema.

VII. Como hemos visto, la garantía de imparcialidad, que los Estados deben respetar aun en situaciones de emergencia, comprende tres exigencias independientes que actúan como principios instrumentales de aquella garantía: a) juez natural; b) independencia judicial; y c) imparcialidad del juez frente al caso. Como también hemos visto, la experiencia de los países de la región ha tornado manifiesto que la práctica de someter a civiles a juzgamiento penal ante la jurisdicción militar de tipo tradicional, especialmente en casos de conflicto armado interno, produce, de modo necesario, el incumplimiento regular de cada una de las exigencias que instrumentan la garantía de imparcialidad.

La problemática situación es consecuencia directa de los principios estructurales que establecen y organizan la jurisdicción militar, así como de ciertas particularidades básicas de la institución armada. Frente a la importancia y a la magnitud de esta grave, sistemática y persistente vulneración a la garantía de imparcialidad, se ha demostrado que los mecanismos jurídicos ordinarios —que el poder judicial puede utilizar para asegurar el cumplimiento de todas las exigencias de la garantía de imparcialidad— resultan soluciones inadecuadas en el ámbito de la justicia militar. La situación señalada, inherente la justicia militar, deriva del hecho de que la jurisdicción militar, por sus propias singularidades, en algunas oportunidades ignora los requisitos de ciertas exigencias de la garantía de imparcialidad —juez natural e independencia judicial—, y en determinadas ocasiones no puede recurrir a los mecanismos ordinarios previstos para impedir el incumplimiento de otras exigencias —imparcialidad frente al caso—, pues en su ámbito esos mecanismos resultan completamente inefectivos.

La garantía de imparcialidad es un principio fundamental del Estado de derecho establecido en los textos constitucionales de nuestros países y en los instrumentos internacionales. La aplicación del modelo tradicional de justicia militar al juzgamiento de civiles provoca regularmente, como resultado casi necesario, graves violaciones a la garantía de imparcialidad. Las consecuencias negativas inherentes a los tribunales militares no han podido ser evitadas, al menos hasta el momento actual, recurriendo a los mecanismos procesales de la justicia ordinaria, pues ellos no resultan aplicables o adecuados a la justicia militar. Ello significa que, para cumplir con la garantía de imparcialidad, al menos respecto del juzgamiento de civiles por tribunales militares, se debe recurrir a un modelo alternativo al de la justicia militar tradicional o, en todo caso, desarrollar mecanismos procesales específicos, diferentes a los de la justicia común, que permitan asegurar en este ámbito particular el respeto de las diversas exigencias propias de esta garantía. Hasta que no se adopte alguna de estas soluciones, toda intervención de tribunales militares en el enjuiciamiento de civiles, de manera manifiesta y como regla, resultará ilegítima per se, debido a la violación de la garantía de imparcialidad que tal intervención acarrea.

En el contexto actual, por ende, si atendemos exclusivamente al problema de la falta de imparcialidad de los tribunales militares —al menos hasta que, como ya señalamos, se adopten mecanismos efectivos que garanticen una justicia militar imparcial—, la única manera posible de cumplir regularmente con el deber jurídico de respetar el derecho fundamental de toda persona, acusada de una infracción penal, a ser juzgada por un tribunal independiente e imparcial exige la intervención de la justicia ordinaria. En consecuencia, la efectiva protección de este derecho indica de modo inequívoco que es necesario imponer a los tribunales militares una prohibición absoluta de enjuiciar penalmente a civiles, tanto en tiempos de paz como durante estados de emergencia.

VIII. El juzgamiento de civiles ante tribunales militares produce, además de los problemas señalados, dificultades adicionales vinculadas a otros requisitos inherentes a las garantías judiciales (CADH, art. 8; PIDCP, art. 14). La Comisión Interamericana ha tornado manifiestas la existencia y la magnitud de este problema. Resumiendo su experiencia a nivel continental, la Comisión observó que “la sustitución de los tribunales ordinarios por la Justicia Militar ha significado, normalmente... un gravísimo decaimiento de las garantías de que deben gozar todos los procesados” .

Nuevamente, el caso peruano resulta un buen ejemplo. La militarización del procedimiento por delito de traición a la patria ha provocado la restricción ilegítima de un número significativo de derechos fundamentales. Entre las particularidades del procedimiento por el delito de traición a la patria, cuya competencia corresponde a tribunales militares integrados por jueces sin rostro, se pueden enumerar las siguientes: a) concentración desmesurada de facultades investigativas, acusatorias y decisorias; b) detención e incomunicación sin orden judicial por tiempo indefinido; c) restricciones injustificadas al derecho de acceder a un abogado de confianza; d) imposibilidad de interponer acción de habeas corpus; e) imposibilidad de obtener la excarcelación; f) imposibilidad de recusar a los jueces sin rostro; g) carácter secreto del procedimiento; h) carácter sumarísimo del procedimiento, con plazos excesivamente breves; i) restricciones al derecho de defensa; y j) restricciones al derecho a recurrir la sentencia condenatoria. De allí se infiere que los procesos de este tipo “no permiten el ejercicio eficaz del mínimo derecho al debido proceso como está establecido en los tratados libremente ratificados por el Perú. Por ello, tenemos que concluir inevitablemente que las personas que han sido juzgadas por los tribunales militares han sido objeto per se de denegación de su derecho a juicio justo” . Por otra parte, el Decreto-Ley Nº 25.728 (1992) permite el juzgamiento y condena en ausencia de personas acusadas de traición a la patria o terrorismo. Se considera que esta medida vulnera el derecho del imputado a estar presente en su juicio (PIDCP, art. 14, nº 3, d; Convenios de Ginebra, art. 3) y el derecho de defensa (CADH, art. 8) .

La Comisión Interamericana ha determinado, además, que el sistema peruano de tribunales militares sin rostro ha negado a los acusados de traición a la patria “el derecho a defenderse y el derecho al debido proceso, y ha transformado el proceso judicial en un procedimiento sumario para condenar a personas que el sistema presume culpables de antemano” . La Comisión se ha ocupado genéricamente de los diversos problemas provocados en Perú por el juzgamiento de civiles ante tribunales militares en más de una ocasión. Sus informes anuales de 1993 y de 1996, por ejemplo, se ocuparon especialmente de la situación de la justicia militar en ese país .

Las violaciones señaladas sólo constituyen algunos ejemplos posibles, y la selección presentada no significa que las violaciones se limiten a los supuestos mencionados. El juzgamiento de civiles por tribunales militares, es importante señalar, no sólo presenta problemas en el caso peruano, sino también en los demás países que recurren a este mecanismo . Del mismo modo que con la exigencia de independencia e imparcialidad del tribunal, las exigencias del debido proceso —especialmente el derecho de defensa— resultan vulneradas sistemática y regularmente por el sometimiento de civiles a la justicia militar. Dado que los requisitos del debido proceso deben ser observados aun en situaciones de emergencia, en ningún caso resulta legítima la intervención de un tribunal militar en la persecución penal de un civil si dicha intervención implica, necesariamente, violaciones al debido proceso.

En consecuencia, la experiencia de nuestros países indica que la única manera posible de garantizar el respeto efectivo de las exigencias del debido proceso también implica la prohibición genérica de que los tribunales militares intervengan en el juzgamiento de civiles.

VII. Conclusiones

I. La experiencia de nuestra región demuestra de modo inequívoco las terribles consecuencias producidas por la decisión de atribuir a tribunales militares el juzgamiento de infracciones penales imputadas a civiles, especialmente en situaciones de conflicto interno.

En este contexto, debemos reconocer la necesidad política de evitar estas consecuencias, retirando a los tribunales militares la facultad de juzgar a civiles. La solución también se impone si atendemos al carácter excepcional de la jurisdicción militar y al fundamento que se le reconoce, referido a la necesidad de mantener la disciplina de los ejércitos. Ambas consideraciones indican que la prohibición absoluta para la justicia militar de intervenir en el juzgamiento de civiles constituye la opción más deseable. Idénticas conclusiones aconsejan dar el mismo tratamiento, previsto para los civiles, a los militares que no están en situación de servicio activo, como los militares retirados.

II. Tanto en tiempos de paz como durante estados de emergencia, el derecho internacional exige, para imponer una sanción penal a un civil, la intervención de un tribunal independiente e imparcial que observe las garantías del debido proceso. Esta exigencia, en opinión de la Comisión Interamericana, impide la intervención de un tribunal militar en el juzgamiento de un civil por el carácter administrativo de estos tribunales, pertenecientes al poder ejecutivo del Estado. La Corte Interamericana y el Comité de Derechos Humanos, en cambio, admiten, en principio, la intervención de un tribunal militar administrativo, pero exigen el respeto efectivo de los demás requisitos del debido proceso.

La exigencia de independencia e imparcialidad regularmente plantea problemas a los tribunales militares que juzgan a civiles en materia penal, especialmente durante estados de emergencia. Los mecanismos procesales de la justicia ordinaria que aseguran esta exigencia resultan inaplicables o inadecuados en el ámbito de la justicia militar. Además, la intervención de la justicia penal militar provoca, generalmente, la violación de diversos requisitos del debido proceso. Regularmente, el juzgamiento de civiles por tribunales militares produce, como consecuencia directa, diversas violaciones a las exigencias fundamentales propias de las garantías judiciales que obligan a los Estados incluso en situaciones de emergencia. Por este motivo, es posible afirmar que tales violaciones resultan inherentes a la intervención de la jurisdicción militar en el juzgamiento de civiles.

Frente a esta realidad, el deber de cumplir las obligaciones internacionales asumidas voluntariamente por los Estados también indica la única solución posible. Es necesario, entonces, imponer a los tribunales militares una prohibición absoluta para someter a enjuiciamiento penal a civiles, sin importar de qué tipo de delitos se trate. Finalmente, se debe destacar que, cualquiera sea la solución que se considere adecuada, resulta imprescindible tener en cuenta especialmente la significativa gravedad que eventualmente pueden presentar las consecuencias producidas por la intervención de la justicia penal militar en el juzgamiento de civiles en situaciones de conflicto armado interno.

Bibliografía

- Bovino, Alberto, Los tribunales militares y la Constitución de Guatemala, en “Boletín”, Ed. CREA/USAID, Guatemala, 1996.
- Canosa Usera, Raúl, Configuración constitucional de la jurisdicción militar, en “Poder Judicial”, 1994, Nº 34.
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- Comisión de Juristas Internacionales, Informe sobre la administración de justicia en el Perú, Ed. Instituto de Defensa Legal (Ideele), Lima, 1994.
- Crabtree, John, Militarisation, Impunity and the New Constitution in Peru, en AA.VV., Impunity in Latin America, Ed. ILAS, Londres, 1995.
- Garrido Falla, Fernando, Comentarios a la Constitución, Ed. Civitas, Madrid, 1985.
- Hernández Montiel, Arturo, Breve reflexión sobre el criterio competencial por razón del delito en la nueva jurisdicción militar, en “Revista General de Derecho”.
- Lozada, Alberto G., Imparcialidad y jueces federales, en “Revista de la Asociación de Magistrados y Funcionarios de la Justicia Nacional”, Buenos Aires, 1989, nº 5.
- Maier, Julio B. J., Derecho procesal penal, Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 1996, 2ª edición.
- O’Donnell, Daniel, Protección internacional de los derechos humanos, Ed. CAJ, Lima, 1989, 2ª edición.
- Ramírez Sineiro, José M., Consideraciones acerca de la constitucionalidad de la estructura orgánica de la Jurisdicción Militar con arreglo a la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en “Revista General de Derecho”, Valencia, 1992.

sábado, 15 de noviembre de 2008

POR UNA DOGMÁTICA CONCIENTEMENTE POLÍTICA


por Alberto Bovino y Christian Courtis

PROHIBIDO CANTAR
PROHIBIDA LA BARAJA
PENA: EXPULSION DEL LOCAL
(Sin excepciones )

- ¿Por qué prohibido cantar?
- Para evitar las grescas. Aquí no se canta de alegría.
Si alguien lo hace, se delata: está borracho de un modo peligroso.

Antonio Di Benedetto, El silenciero

 

Introducción

La dogmática jurídica constituye la actividad central de los juristas o doctrinarios —se trata, desde el punto de vista cuantitativo, de la producción teórica y bibliográfica más importante generada en el campo disciplinario del derecho, excediendo notoriamente el volumen de publicaciones de otras disciplinas jurídicas como la filosofía del derecho, la sociología del derecho o la historia de derecho—. Sin embargo, pese a esa ostensible preeminencia, la filosofía del derecho se ha dedicado poco al conocimiento producido por la dogmática, tal vez por considerarlo contingente y poco riguroso. La paradoja que produce esta situación es doble: la filosofía del derecho desatiende la producción dogmática —producto principal de la actividad de los juristas— y la dogmática tiene poco interés por los temas de investigación de la filosofía del derecho. La intención de este trabajo es la de discutir críticamente algunas consideraciones demasiado apresuradas acerca de los presupuestos y del papel jugado por la dogmática jurídica, provenientes de la filosofía del derecho. A partir de esta discusión, formulamos las bases de una reconstrucción teórica posible de la labor dogmática, que refleja algunas tendencias que pueden efectivamente constatarse en la obra de doctrinarios de distintas ramas del derecho.

1.    La dogmática jurídica según Nino


Uno de los teóricos que dedicó mayor atención al análisis y crítica de la dogmática en nuestra medio fue Carlos Santiago Nino. Esa preocupación no sólo surge del hecho de que Nino le dedicara dos trabajos específicos al tema[1], sino que también se detecta en otros trabajos producidos a lo largo de su vida, desde los más tempranos[2] hasta los más últimos[3]. Dada la lucidez y la jerarquía de la obra de Nino, su opinión sobre la materia resulta un punto de partida interesante para discutir la forma en que la filosofía del derecho aborda el estudio de la dogmática. A continuación expondremos sintéticamente algunas de las ideas desarrolladas por Nino.

 

1.1. ¿Es la dogmática jurídica “dogmática”?


Nino sostiene que la denominación “dogmática jurídica” es preferible a otras pues ella “pone de manifiesto el lugar central que ocupa en esta actividad la aceptación dogmática de determinados presupuestos”[4]. La palabra “dogma” se utiliza, en este contexto, en relación a prescripciones o normas que no pueden ser calificadas como verdaderas o falsas. Así, se dirá que se acepta “racionalmente” una norma cuando se la sostiene luego de haberla confrontado con determinados criterios de justicia, conveniencia, oportunidad, etc., y que se la acepta “dogmáticamente” cuando se la sostiene sin esa confrontación[5].

Definido el objeto de la ciencia jurídica como un conjunto de normas, es necesario saber si: a) la inclusión de cierta norma en el sistema implica algún tipo de reconocimiento; y b) si ese reconocimiento es “racional” o “dogmático”. En este sentido el autor destaca que el apego de los iusnaturalistas racionalistas a la legislación de la codificación no era dogmático sino racional, pues la legislación establecía el programa jurídico propio del racionalismo[6]. Esa nueva actitud, que sustentó la escuela de la exégesis y, en general, la jurisprudencia de conceptos, si bien tuvo ciertas resistencias (escuelas científica y del derecho libre, jurisprudencia de intereses), trascendió su tiempo y determinó la adhesión de los juristas posteriores al principio de la preeminencia otorgada a la ley como fuente del derecho[7]. Desde que esa actitud logró su consolidación, ningún hecho, crítica o circunstancia logró una modificación sustancial en ella. Por esta razón, se sostiene que esa actitud de adhesión se da actualmente entre los juristas[8], y que ella consiste en el acto de avalar lo que otro (el legislador) ha prescripto, es decir, en el acto de recomendar a los jueces la aplicación del derecho positivo[9], pues “el legado permanente del racionalismo y de la exégesis no consistió, principalmente, en sus criterios valorativos, sino en la actitud de adhesión hacia el derecho legislado”[10].

Así, “la aceptación por parte del jurista es dogmática y basada en criterios puramente formales”[11]. El autor destaca la utilidad de la teoría de Kelsen para fundar esta actitud que representa un iusnaturalismo encubierto denominado “positivismo ideológico”, que considera valiosa toda norma positiva por el hecho de pertenecer a un orden coactivo, con lo cual el criterio de aceptación coincide con el criterio para afirmar su validez[12].

 

1.2. La reformulación del sistema legislado


Nino destaca que la reformulación del sistema legislado es una de las funciones más importantes de la dogmática jurídica, y que esta función no resulta incompatible con la adhesión al derecho positivo pues la utilización de ciertas técnicas oculta esta función creadora[13]. Esta función creadora de derecho es ocultada por las técnicas de interpretación utilizadas por los dogmáticos[14] y por el desarrollo de elaboraciones conceptuales denominadas “teorías jurídicas”[15]. La operación de los mecanismos y técnicas que reformulan el derecho legislado presupone un bagaje de construcciones teóricas generales caracterizadas por su elevado nivel de abstracción, por la multiplicidad de categorías conceptuales y por su amplio grado de generalidad[16].

Si analizamos las teorías que ocupan un lugar central en la labor dogmática advertiremos que ella tiene consecuencias normativas bajo un ropaje descriptivo. El método utilizado es coherente con la ideología dogmática, pues sirve para mantener no en los hechos sino en el plano simbólico un elemento esencial de esa ideología: la adhesión acrítica al derecho legislado[17]. De allí que se deba distinguir dos funciones de la teoría dogmática:

a) Función explicativa: consiste en servir como explicación del derecho positivo.

b) Función legislativa: si las elaboraciones dogmáticas se limitaran a la función señalada anteriormente, ellas consistirían en una versión simplificada de las normas positivas. Pero la tarea dogmática no sólo deduce reglas y principios del derecho positivo, sino que además permite realizar inferencias de reglas y principios no contenidos en el sistema legislado. La fecundidad de una teoría dogmática puede ser medida en términos de las posibilidades para deducir de ella reglas no contenidas en el derecho positivo[18].

De este modo, las teorías permiten reconstruir el sistema legislado, explicando las reglas y los principios que derivan del texto legal, como también estableciendo reglas que completan lagunas, estipulan criterios para resolver conflictos entre normas o restringen o amplían el alcance de las normas. Finalmente, debe aclararse que esa “doble vinculación con las normas legisladas y las reglas originadas en la misma dogmática permite presentar a estas últimas como derivadas de los mismos presupuestos que aceptó el legislador al formular su sistema. A esos presupuestos se los hace figurar como formando parte del sistema del legislador, por lo cual también se presentan como integrando ese sistema las normas generales que es posible inferir de ellos”[19].

Finalmente, Nino destaca la importancia que tiene la ficción del “legislador racional”. Ello porque de las propiedades ficticias de ese legislador racional (singular, imperecedero, único, conciente, coherente, etc.[20]) se desprenden principios de interpretación[21] que justifican un conjunto muy amplio de soluciones jurídicas originales: “La ficción que comentamos permite atribuir esas soluciones efectivamente originales a la voluntad de la cual derivan las soluciones jurídicas positivas”[22]. A pesar de que el legislador no es como lo describe la ficción utilizada —su racionalidad es una cuasihipótesis aceptada dogmáticamente y no sometida a verificación empírica—, las pautas normativas derivadas de esa ficción prescriben que los juristas deben interpretar el derecho como si el legislador se asemejara a la ficción[23].

 

1.3. Conclusiones


Uno de los aspectos más criticado de la dogmática apunta, especialmente, al carácter metafísico de muchas de sus proposiciones. A pesar de ello, los distintos operadores del sistema jurídico (legisladores, jueces, abogados) toman en cuenta las elaboraciones teóricas de la dogmática, razón por la cual esa actividad cumple una función relevante en la vida social[24].

Sin embargo, la teoría ha dejado de lado el estudio de la actividad dogmática tal cual ella se desarrolla efectivamente y de las funciones que ella desempeña. Los elementos principales de la ideología dogmática que determinan sus funciones son: a) el dogma de que los jueces deben aplicar el derecho tal como ha sido sancionado por el legislador; b) el ideal de que los jueces adecuen sus decisiones a los estándares valorativos vigentes; y c) la concepción del ordenamiento positivo como sistema coherente y unívoco de reglas jurídicas. El dogma de la adhesión al derecho positivo es incompatible, aparentemente, con la función creadora de nuevas soluciones, y para mantener la operatividad de ambos ideales se recurre a un complicado desarrollo conceptual que presenta la reformulación del derecho como un conjunto de soluciones ya contenidas en el derecho positivo[25].

Entre las técnicas utilizadas por la dogmática se halla el uso de ficciones que, en general, responden a concepciones sinceras de los juristas propias del racionalismo acerca de su objeto de estudio[26] y, a la vez, “constituyen pautas de casi tanto valor vinculante como los textos legales”[27].

El principal problema de la dogmática consiste, en opinión de Nino, en su fachada supuestamente descriptiva y en los errores conceptuales que la sostienen[28]. Sin embargo, la actividad de los juristas responde a pautas racionales y sus consecuencias pueden ser evaluadas conforme a criterios intersubjetivos[29]. Ello pues la dogmática —como razonamiento moral— es un tipo de razonamiento deductivo análogo al que utilizan las ciencias empíricas[30], que utiliza criterios y principios que, al mismo tiempo que permite la inferencia de soluciones no contenidas en el texto legal, no se oponen abiertamente al sistema del derecho positivo. Esta circunstancia permite “contar con criterios racionales para resolver una controversia o evaluar una conclusión con mucha más amplitud de lo que es posible en relación a la moral”[31]. Por ello, a pesar de que la dogmática no es una ciencia descriptiva empírica ni una ciencia formal no se puede negar su racionalidad o la posibilidad de controlar intersubjetivamente sus soluciones[32].
 

2. En defensa de una conceptualización no ingenua de la dogmática


El análisis que sigue pretende constituir, en cierta medida, un alegato defensivo de un modelo dogmático que, sin repetir vicios de concepciones dogmáticas del pasado, cumpla una función útil para la creación y aplicación del derecho. Previamente, sin embargo, es importante señalar algunos puntos en los que la caracterización de Nino acerca de lo que realmente hace la dogmática es incompleta, excesivamente estereotipada o sencillamente errónea. De todos modos, es justo reconocer que subsisten elaboraciones teóricas que presentan todos los vicios señalados por Nino[33] —v.gr., conclusiones manifiestamente contrarias al derecho positivo[34]— y otros vicios adicionales —la complejidad y abstracción crecientes de los desarrollos teóricos[35]—.

La caracterización de la dogmática jurídica y de sus funciones realizada por Nino reviste un indudable valor téorico. Es posible, sin embargo, cuestionar algunas de sus afirmaciones. Cabe aclarar, en primer lugar, que la visión de Nino describe una dogmática única —y en este sentido parece presumir la figura de un “dogmático racional” equivalente a la idea del “legislador racional”— que simplifica en demasía el pensamiento dogmático, al menos si comparamos su modelo con el de las corrientes más actuales de la dogmática penal, civil o constitucional.

 

2. 1. La adhesión formal al derecho positivo

Una de las afirmaciones que Nino realiza con mayor firmeza se refiere a la actitud de adhesión formal al derecho positivo propia del positivismo ideológico que “se da entre los juristas”[36]. No obstante, luego relativiza esa afirmación cuando reconoce que esta adhesión resultaría contradictoria con la función creadora de la dogmática, razón por la cual aclara que la adhesión acrítica al derecho legislado no es real y sólo es un mecanismo que se utiliza simbólicamente para ocultar la función creadora de la labor de los juristas[37].

Sin embargo, este señalamiento corre el serio riesgo de decir bastante poco. En primer lugar, la cuestión del contenido del “derecho positivo” dista de ser una cuestión simple. La confluencia de una serie de factores que sumariamente ejemplificaremos complejiza de modo notable la determinación del “contenido real” del derecho positivo:

a)    los problemas de indeterminación lingüística de las normas, tal como han sido formulados por el enfoque analítico característico de Hart y Carrió, que en este punto resulta compatible con las ideas de Kelsen. Por un lado, el hecho de que las proposiciones jurídicas hagan uso de los lenguajes naturales, con un muy escaso nivel de redefinición técnica, hace que aquellas arrastren todas las imperfecciones de los lenguajes naturales: vaguedad, ambigüedad, carga emotiva, etc. Por otro lado, el hecho de que la legislación emplea expresamente conceptos regulativos o normativos —entre los que se incluyen los llamados “conceptos jurídicos indeterminados”— cuyo alcance sólo puede ser concretado a partir de valoraciones sociales. Son ejemplos de ello las nociones de “moral pública y buenas costumbres”, “buen padre de familia”, “buena fe”, “reglas del arte o de la profesión”, etc.

b)     el problema de las inconsistencias o contradicciones lógicas de las normas, tematizado también por la corriente analítica.

c)     el hecho —discutido extensamente a partir del aporte de Ronald Dworkin[38]— de que el orden jurídico esté compuesto, además de por normas o reglas en sentido estrecho, por estándares tales como principios y directrices, cuya función normativa difiere de la de aquéllas. Como se sabe, se ha caracterizado a los principios como mandatos de optimización, dado que ordenan que algo sea realizado en la mayor medida posible[39]. Principios y directrices también forman parte del derecho positivo, y su consideración a la par de las normas conlleva para el intérprete problemas de interpretación suplementarios. Entre ellos, el de la coexistencia en el orden jurídico de principios ideológicamente inconsistentes.[40]

d)    la estructura jerárquica y escalonada del orden jurídico agrega un nuevo plano de indeterminación, ya que la aplicabilidad de una norma a un caso está sujeta al examen de su compatibilidad formal y sustancial y, por lo tanto, la selección misma de la norma que rige el caso puede depender de su comparación con una norma de rango superior. Pese a que este es un tópico clásico en la teoría del derecho —basta con recordar la polémica desatada a partir de la noción de “norma alternativa” propuesta por Kelsen—, la importancia de esta cuestión se ha acrecentado a partir del afianzamiento del constitucionalismo y de la creación de mecanismos de control de constitucionalidad[41]. Ferrajoli ha enfatizado dos formas de incumplimiento de los límites y vínculos que la constitución impone al legislador: las antinomias, que consisten en violaciones a un límite formal o sustancial estipulado en la constitución —un quebrantamiento de aquello que el legislador no debe hacer— y las lagunas, que consisten en el incumplimiento de un mandato dirigido por la constitución al legislador —es decir, en la omisión de aquello que el legislador está obligado a hacer[42]—. En el caso de nuestro país, y de varios otros países de América Latina, esta cuestión cobra una especial magnitud, dada la enorme ampliación de límites y obligaciones impuestos al legislador a partir de la constitucionalización de un número importante de pactos de derechos humanos, y del otorgamiento de jerarquía supralegal a otros tratados y disposiciones[43].

e)    El hecho —importantísimo para el abogado práctico, pero muchas veces soslayado por los filósofos de tendencia analítica— de que el conjunto de normas con las que operan los intérpretes y aplicadores del sistema jurídico no se limita a lo sancionado por los poderes con facultades legislativas o reglamentarias, sino que también está integrado por las interpretaciones jurisprudenciales de esas reglas —de modo que el “contenido del derecho positivo” está compuesto, para cualquiera que quiera investigar la regulación normativa de un caso, no sólo por la regla “desnuda” dictada por el legislador, sino por el conjunto de decisiones judiciales que interpretan el alcance de la regla—. En este sentido, el “derecho positivo” también está formado por un conjunto no siempre coherente de casos jurisprudenciales.

Todos estos factores, además, se potencian mutuamente. Por ejemplo, los términos empleados por las constituciones y por los tratados de derechos humanos están afectados por problemas de indeterminación lingüística, o de contradicciones lógicas, y contienen conceptos jurídicos indeterminados, de modo que cuando se compara una norma inferior con una norma constitucional o de un pacto de derechos humanos, los problemas de indeterminación o contradicción pueden afectar a cualquiera de los dos términos de la comparación. Lo mismo sucede con los principios, que pueden estar contenidos en la constitución o en pactos de derechos humanos, o en la legislación inferior, y que evidentemente están atravesados por problemas de indeterminación lingüística. Y lo mismo sucede con las sentencias judiciales. Las combinaciones de estos problemas pueden multiplicarse interminablemente[44].

De modo que la determinación de cuál es el contenido del derecho positivo —requisito previo a la “adhesión dogmática al derecho positivo”— constituye ya un problema complejo y multiforme, abierto a múltiples posibilidades y a variables interpretativas y valorativas de diverso signo. La “adhesión formal” de dos juristas dogmáticos distintos al mismo “objeto” puede tener como resultado soluciones completamente divergentes, aunque en ambos casos se diga que ellos “adhieren formalmente al derecho positivo”. De hecho, las discusiones interpetativas sobre el derecho positivo, a la que gran parte de la dogmática se dedica con fruición, se producen justamente a partir de la afirmación por parte de los contendientes de que la solución que cada uno propone surge de la interpretación del derecho positivo[45].

En segundo lugar, la afirmación de que los juristas dogmáticos adhieren necesariamente al derecho positivo, en el sentido de concordar ideológicamente con el contenido del derecho positivo, es simplemente falsa, hecho fácilmente demostrable desde que una de las funciones características de la dogmática jurídica, además del intento de descripción del contenido del derecho positivo, es la crítica a las soluciones del derecho positivo que consideran incorrectas desde el punto de vista tanto lógico como valorativo. Los tratados y libros de derecho están plagados de proposiciones de lege ferenda, en las que los autores, reconociendo que no existe forma de interpretar una determinada norma de modo de ajustarse a su valoración personal, señalan la necesidad o conveniencia de una modificación legislativa o jurisprudencial. Esto lleva a distinguir al menos tres funciones en la dogmática[46]:

a)    una función expositiva, ordenadora, sistematizadora, dedicada a describir el derecho positivo cuyo contenido no es considerado problemático. En este caso, hablar de adhesión formal al derecho positivo como un vicio del dogmático tiene tanto sentido como hablar de la adhesión formal de un geógrafo al paisaje que describe.

b)    una función cuya orientación pretende ser descriptiva, en el sentido de postular como plausible una interpetación determinada del contenido del derecho positivo, pero también tiene un componente prescriptivo, ya que señala razones para inducir al aplicador a preferir esa interpretación por sobre otras[47]. Esta función —llamémosla de lege lata, para mantener el término tradicional—, tal como lo venimos diciendo, no está exenta de problemas discursivos y argumentativos, ya que se propone señalar soluciones que se pretenden racionalmente derivables del derecho positivo. Si recordamos el complejo cuadro descrito en el punto anterior, cabe señalar que los juristas dogmáticos más refinados despliegan una tarea de reconstrucción posible del contenido del derecho positivo, señalando argumentos o motivos que favorecen su reconstrucción particular frente a otras reconstrucciones rivales o alternativas. Esta labor, lejos de consistir en una tarea de descripción mecánica, implica una gran serie de problemas, que incluyen, entre otros: i) problemas de determinación semántica del sentido de los términos de las normas o principios que se pretenden aplicables; ii) problemas de determinación teleológica (por ejemplo, la discusión acerca de los “fines” de la norma); iii) problemas de compatibilidad sistemática (por ejemplo, la determinación de los alcances de la coexistencia de dos institutos que responden a justificaciones opuestas); iv) problemas de compatibilidad histórica (por ejemplo, la interpretación de instituciones previas a una reforma constitucional de acuerdo a los nuevos principios constitucionales), v) problemas lógicos (por ejemplo, la solución de contradicciones normativas). Una de las tareas más frecuentes desarrolladas por los dogmáticos se vincula con la necesidad de proponer soluciones particulares para casos considerados problemáticos y, en este sentido, pretende constituirse en guía intelectual para el eventual aplicador del derecho positivo —paradigmáticamente, al juez— que se enfrente al caso en cuestión. Resulta obvio que para hacer esto, el jurista deba asumir como punto de partida el derecho positivo vigente —lo que pretende es ofrecer una guía de solución de casos particulares a partir del contenido del derecho positivo—. El argumento de la “adhesión dogmática” al derecho positivo resulta banal: es obvio que, dada la obligación del juez de fallar en todo caso, los juristas presenten su solución como contenida —o virtualmente contenida, o potencialmente contenida— en el derecho positivo, y esto no tiene nada de malo[48]. Y, por otro lado, tampoco significa que la construcción de hipótesis dogmáticas resulte unívoca, mecánica o rutinaria: como se dijo, aún partiendo de la premisa de la aceptación del derecho positivo vigente, las posibilidades de construcción de soluciones diversas —teniendo en cuenta todos los problemas de indeterminación del contenido del derecho positivo planteados en el punto anterior— son muchas veces sumamente amplias.

c)     una función cuya orientación pretende ser crítico-prescriptiva, y no descriptiva. En esta hipótesis, que denominaremos de lege ferenda, el intérprete acepta que la solución que propone para la regulación o decisión de un caso no puede ser derivada del derecho positivo, y en este sentido, postula que la mejor solución implica no la adhesión, sino el rechazo del derecho positivo vigente. Al desarrollar esta actividad, en absoluto infrecuente entre los autores dogmáticos, el jurista debe reconocer que la evidencia semántica, lógica, teleológica, histórica, etc., le impide considerar que la solución que postula sea compatible con el contenido del derecho positivo vigente, y por ello critica la o las soluciones derivables del derecho positivo y aboga por el reemplazo de esas soluciones por la propuesta por él mismo. En general, esta función se entiende dirigida al legislador, aunque —como se explicará en los próximos párrafos, también puede estar dirigida a los jueces—. El sentido de esta función es proponer el abandono de la regla vigente y su reemplazo por una nueva.

La distinción de estas funciones depende también del punto de partida que se asuma como premisa[49]. Ferrajoli, por ejemplo, considera que “la crítica al derecho, conforme a sus propias fuentes de legitimación y de deslegitimación jurídica, es la principal tarea cívica de la jurisprudencia y de la ciencia jurídica”.[50] De acuerdo a su propuesta, la tarea del jurista es “explicitar la incoherencia y la falta de plenitud mediante juicios de invalidez sobre las (normas) inferiores y correlativamente de inefectividad sobre las (normas) superiores”[51] Los juristas cumplen este papel cuando, por ejemplo, denuncian la inconstitucionalidad de una norma inferior: en este caso, “adhieren” a la norma superior, pero “no adhieren” a la norma inferior que critican, sino que la rechazan por inválida.[52]

Otra de las actividades típicas de la dogmática jurídica consiste en la crítica de las soluciones jurisprudenciales, crítica que de hecho supone una similar combinación de ambas funciones. Por un lado, el jurista dogmático cumple una función de lege lata, pretendiendo derivar del derecho positivo la solución que considera correcta. Pero por otro lado, frente a una decisión judicial que considera no compatible —ya sea por motivos lógicos o por valoraciones de otro tipo— con esa solución, el jurista no adhiere a la solución jurisprudencial, sino que la rechaza —por inconsistente con la mejor intepretación posible del derecho positivo que él postula—, sugierendo su modificación por los mismos jueces que la dictaron o por otros que la revisen. En este sentido, el jurista “adhiere” al contenido de las normas aplicables —de acuerdo a lo que considera su mejor intepretación— pero “no adhiere” a la forma en que ha sido aplicada por el juez, sin que de hecho niegue que la pieza jurisprudencial que critica “forme parte” del derecho positivo. La actitud del jurista frente a la sentencia que considera errónea es similar a la que adopta frente a una norma que considera errónea: debe aceptar su existencia, pero sugiere su modificación —es decir, “no adhiere” a ella—.

Como tercera cuestión, la afirmación genérica de que los juristas dogmáticos adhieren o aceptan dogmáticamente el contenido del orden jurídico parece un tanto arriesgada. En muchos casos, las obras de los juristas dogmáticos contienen sus puntos de partida y sus presupuestos justificatorios del ordenamiento jurídico. Por ejemplo, dos de los penalistas más reconocidos en nuestro medio, Maier[53] y Zaffaroni[54], han explicitado en sus obras esos presupuestos[55]. El propio Nino dedicó el último libro que publicara en vida al análisis de la Constitución, en una brillante obra dogmática que explicita minuciosamente sus puntos de partida epistemológicos, filosóficos y políticos[56]. Los ejemplos podrían extenderse largamente[57]. En otros casos, los juristas explican sus puntos de partida al dedicarse al análisis de algún tema concreto[58]. Finalmente, si bien existen autores cuyos trabajos no dedican atención especial a esos aspectos, una lectura atenta de sus elaboraciones teóricas permite descubrir sus presupuestos implícitos[59].

Un aspecto que debe tenerse en cuenta, en esta cuestión, consiste en la imposibilidad material de la explicitación efectiva de todos los presupuestos valorativos en cada trabajo doctrinario —y, por extensión, en cada decisión de la práctica jurídica—. Imaginemos qué sucedería en la práctica judicial si cada resolución debiera contener todos sus presupuestos justificatorios. Así, por ejemplo, el juez que autoriza fotocopiar el expediente debería explicar por qué razones la Constitución Nacional es derecho positivo, por qué es válida su designación de juez, por qué es competente para decidir el pedido, por qué es válida la norma que autoriza a conceder el pedido, etcétera, etcétera, etcétera. Del mismo modo, cuando un autor dogmático abordara una cuestión jurídica acotada —por ejemplo, la determinación de un plazo procesal aplicable, la extensión de la responsabilidad extracontractual, el alcance de un término utilizado en el derecho de familia— debería, de acuerdo a ese criterio, fundar su concepción acerca del derecho y el poder, su posición sobre el sentido de la regulación constitucional, su teoría de la intepretación jurídica, su concepción acerca de la justificabilidad de la regulación del área del derecho que esté cultivando, etcétera, etcétera. En síntesis, no parece razonable exigir que los juristas tornen explícitos todos sus presupuestos valorativos en cada pieza concreta de su discurso teórico referida al análisis de alguna institución determinada del derecho positivo. Esto convertiría a los dogmáticos en filósofos, y los alejaría de la resolución de cuestiones prácticas. Para los juristas que no se dedican a las preocupaciones teóricas de Nino, la cuestión puede ser importante pero, respecto a su objeto concreto de estudio, no deja de ser secundaria. Quizás lo que Nino pierde de vista es que el derecho, además de ser un objeto de interés teórico, es, antes y principalmente, un mecanismo que pretende ordenar comportamientos sociales, y que por tanto la dogmática tiene una finalidad eminentemente práctica: guiar la solución de casos problemáticos.[60].

Por estas razones, el hecho de que el objeto de estudio de los dogmáticos sean las normas jurídicas no permite afirmar, sin más, que ello indica la actitud característica del positivismo ideológico. Esta afirmación resulta de una sobresimplificación excesiva de la labor dogmática, demasiado atada a la concepción téorica que los filósofos del derecho del Siglo XIX tenían sobre la dogmática, más que a lo que realmente hacen los juristas dogmáticos.

Por otra parte, tampoco puede afirmarse tan sencillamente que la adhesión simbólica al derecho positivo significa que el jurista modifica el sistema jurídico de modo inconsciente, pues para ello deberíamos dejar de lado a quienes utilizan ese aspecto simbólico como estrategia de persuasión o justificación[61]. Frente al hecho de que una irrupción discursiva que no exprese cierto grado de aceptación del derecho positivo tendrá, casi con seguridad, escasas posibilidades persuasivas, es necesario reconocer la utilización consciente y estratégica de esa aceptación simbólica. Desde el punto de vista persuasivo —lo que pretende la dogmática no es otra cosa que la aceptación de las soluciones que propone por parte de quienes deciden casos[62]— resulta obvio que una de las condiciones de aceptabilidad de una solución dogmática es que se presente como fundada en el derecho positivo vigente, y no en el simple parecer de quien la postula, o en sentimientos subjetivos de justicia, o en concepciones políticas o ideológicas personales. Este mecanismo no sólo es utilizado por los juristas dogmáticos sino también por los jueces, pues —aunque se admita que ellos “crean” derecho— desde el punto de vista discursivo éstos presentan sus soluciones jurisprudenciales como “derivación” del derecho positivo, y no como simple invención. Esta ausencia de consideración de los aspectos estratégicos de la argumentación jurídica nos conduce al siguiente problema.


 

2.2. La función creadora de la dogmática jurídica


Quizá las consideraciones de Nino más esclarecedoras sean las que destacan la labor creativa de los juristas. Sin embargo, sus afirmaciones permiten formular algunos interrogantes.

El primer problema surge del hecho de que para afirmar que los juristas agregan “algo” al derecho positivo, es necesario, al mismo tiempo, afirmar que las normas contienen “algo” unívoco y determinado antes de la tarea interpretativa. Sin necesidad de sostener que las normas no contienen significado alguno, es indispensable aclarar que toda interpretación[63] significa una actividad “creadora” en el sentido que Nino atribuye a esa expresión. Como hemos afirmado antes, el “contenido” del derecho positivo, más que un conjunto unívoco y estable de significados fijos, es el resultado de un proceso incesante de atribución de sentido a normas y principios, selección de reglas o principios aplicables de acuerdo a esa atribución de sentido, extensión y compresión de esos sentidos para ajustar la regla al caso, y una multiplicidad de otras operaciones intelectuales en las que juegan factores ideológicos, valorativos y extranormativos. El carácter de estas operaciones es fundamentalmente polémico: ante cada “problema”, ante cada oportunidad en la que resulta necesario atribuir sentido a una regla para aplicarla, pueden articularse varias soluciones alternativas, motivadas por distintas directrices interpretativas. La tarea fundamental de la dogmática es la de adelantar estos “problemas”, estas instancias en las que la atribución de sentido resulte polémica, y ofrecer, a partir de una reconstrucción posible de las otras piezas del rompecabezas —normas de distinto rango, principios, decisiones jurisprudenciales anteriores—, una solución sostenible. El procedimiento argumentativo de la dogmática más refinada acude, además, a la reconstrucción de otras alternativas, y a la discusión de los motivos que aconsejan descartar esas alternativas y preferir la solución propuesta. Esta afirmación contradice la posibilidad de delimitar estrictamente —como ya lo apuntáramos— la oposición entre las funciones descriptivas y creadoras supuestas por Nino, en la medida en que la propia noción de “problema” —que es la que articula en general la elaboración dogmática— supone algún grado de indeterminación en el contenido de las normas, o bien el deseo de desafiar el significado que ha impuesto una comunidad dogmática o una decisión de autoridad. Las obras que se dedican simplemente a repetir las soluciones ya impuestas en la comunidad dogmática o en la jurisprudencia son en general consideradas “manuales” u “obras de divulgación”, pero raramente conciten alguna valoración intelectual en tanto trabajo dogmático.

Un segundo problema vinculado con la función creadora surge de la afirmación de que los criterios interpretativos de la dogmática son de invención exclusiva de los juristas, y que derivan de la ficción del “legislador racional”. Esta afirmación parte de una correcta apreciación crítica con respecto a la ficción del “legislador racional”, pero resulta totalmente exagerada. En primer término, la formulación de propuestas dogmáticas no requiere en absoluto la formulación de la ficción del legislador racional —de modo que la crítica es acertada si se dirige a las formulaciones dogmáticas que parten de dicha ficción, pero no invalida en absoluto otras articulaciones dogmáticas que no caigan en ese vicio—.

En segundo lugar, es posible reinterpretar la función que cumple la ficción del “legislador racional” en términos aceptables, sin necesidad de afirmar esa ficción. En nuestro ámbito, la codificación —y en general la articulación escalonada del orden jurídico— representa la pretensión de lograr cuerpos legales completos, sistemáticos y coherentes que solucionen todos los casos posibles, y los códigos pretenden expresar estas propiedades[64]. Aun cuando los códigos no cumplan efectivamente esta pretensión —es decir, aun cuando existan indeterminaciones, contradicciones y lagunas— el sistema jurídico ordena comportarse como si ello ocurriera, a través de la orden dada a los jueces de resolver en todos los casos sometidos a su consideración[65]. Esta “norma de clausura” obliga a articular —a partir del resto del material legal dado— alguna respuesta que pueda considerarse razonablemente derivable del sistema jurídico, solucionando la indeterminación, contradicción o laguna. Por ello, ofrecer una solución dogmática a un “problema” jurídico no implica en absoluto presuponer la existencia de un legislador que racionalmente y de una vez sanciona la totalidad de las normas que forman un sistema jurídico —hipótesis obviamente ficticia—, sino simplemente llevar a cabo la orden de “salvar las impurezas” del sistema, dando a todos los casos planteados una solución que resulte compatible con el contenido del material que sí se considera determinado. Más aún: en muchos casos, el derecho positivo establece expresamente criterios para resolver casos problemáticos[66]. Estos principios presuponen las imperfecciones e imprevisiones del sistema y, precisamente por ello, brindan pautas que obligan a decidir “como si” el sistema fuera coherente, completo, sistemático.

En tercer lugar, afirmar que los criterios que utiliza la dogmática para postular soluciones resultan exclusivamente de la imaginación de los juristas implica un serio error de juicio. Por un lado, como hemos dicho, si los juristas pretenden que la solución que ellos proponen para un caso deriva del “contenido del derecho positivo”, resulta evidente que deben ofrecer alguna prueba de que el criterio o principio en el que fundan su solución tiene algún asidero legal, ya sea por vía de deducción, inducción, analogía o algún otro procedimiento argumentativo. Es cierto que los juristas acuden para fundar las soluciones que proponen a las denominadas “teorías”, y que en muchos casos ahorran el paso de vincular la “teoría” a principios o normas de derecho positivo. Pero en algún punto, para que una teoría logre sostenerse como criterio aceptable para fundar soluciones, alguien debe haber establecido una conexión entre su contenido y el que asigna a algunas normas o principios del derecho positivo —de modo que es dudoso que una teoría que demuestre no tener conexión alguna con el “contenido del derecho positivo”, o, peor aún, que demuestre ser incompatible con él, tenga demasiado éxito argumentativo—. Y por otro lado, dado que existe una comunión importante entre la comunidad dogmática y la comunidad legislativa, en muchos casos los propios criterios o teorías desarrollados por la dogmática son adoptados legislativamente y pasan expresamente a formar del derecho positivo[67].

De este modo, los criterios más importantes que la dogmática utiliza no son sólo “invención” de los juristas sino en algunos casos principios a los que remite el propio derecho positivo, y en otros construcciones teóricas que pretenden dar cuenta del contenido del derecho positivo. En todo caso, aun cuando no se coincidiera con esta afirmación, debe reconocerse que los mejores ejemplos de aplicación del método dogmático reflejan en general los aspectos fundamentales que estructuran el derecho positivo, y que, por ello, puede afirmarse que la dogmática suele generar teorías adecuadas al sistema jurídico sobre el cual opera[68].

Un tercer problema que Nino plantea se vincula al ocultamiento de los presupuestos valorativos que fundan las soluciones de la dogmática[69]. Sin embargo, esto no es absoluto: por ejemplo —como ya hemos dicho—, las tendencias actuales de la dogmática penal, civil y constitucional exponen cada día más los aspectos valorativos de sus elecciones, incluso en la formulación de sus “teorías generales”. Son ejemplos de estas tendencias la postulación —como criterio rector de la interpretación— de la consideración de las consecuencias político-criminales de la solución[70], o bien de las consecuencias de la asignación de responsabilidad civil por daño según distintos factores[71], o bien de las necesidades de tutela de bienes colectivos para determinar el alcance de la legitimación del amparo[72]. Los ejemplos podrían multiplicarse en distintas ramas del derecho. Tampoco es infrecuente, cuando la dogmática discute la solución de casos particulares —problemas de interpretación de tipos penales, o de derechos constitucionales, etc.—, observar el procedimiento argumentativo de comparar valorativamente las alternativas plausibles, a partir de cierta escala axiológica que se asume como parámetro. En síntesis, no es cierto que toda dogmática oculte los presupuestos valorativos que fundan sus soluciones, y menos aún que el ocultamiento de los presupuestos valorativos resulte necesario para que la actividad de los juristas sea clasificada como “dogmática”.

 

2.3. Hacia una conceptualización no ingenua de la dogmática


Lo dicho hasta ahora nos permite reconstruir de algún modo el estatuto teórico de la dogmática sin necesidad de hacerla depender de mitos y ficciones endebles. Intentaremos ordenar algunas de las observaciones de los parágrafos anteriores, para señalar las notas características de una dogmática autoconsciente del papel que pretende desempeñar.

a) Carácter práctico: en primer lugar, cabe recalcar que, en tanto construcción teórica, la dogmática jurídica, aun cuando asuma ribetes especulativos, tiene una finalidad eminentemente práctica, en el sentido de pretender constituirse como guía para la toma de decisiones[73]. Si bien parte de la producción dogmática pretende describir y sistematizar el contenido del “derecho positivo”[74], resulta claro que se reconoce mayor calidad intelectual a las obras que intentan generar soluciones para cuestiones consideradas problemáticas[75], y no a las que se limitan a repetir el contenido de las reglas cuyo significado es generalmente aceptado por la comunidad jurídica. En este sentido, los mayores desafíos de la labor dogmática consisten en reconstruir —a partir del material jurídico cuyo significado se entiende relativamente convenido— soluciones para casos que presentan alguna dificultad interpretativa. Una segunda tarea, reservada a las obras de mayor abstracción teórica, consiste en la generación de “teorías jurídicas”, es decir, en la elaboración de categorías conceptuales que intentan dar cuenta, justificar, explicar el sentido de una determinada regulación jurídica —vigente, histórica o hipotética—. En estos supuestos, aunque no siempre se razone a partir de casos problemáticos, de todos modos existe una finalidad práctica mediata, amén de la pedagógico-expositiva: la creación de generalizaciones conceptuales que, eventualmente, aporten criterios para la solución de casos problemáticos[76].

Una tarea distinta cumplida por la dogmática es la crítica del derecho positivo establecido, o bien la proposición de criterios para la creación de nuevo derecho positivo, en el caso en el que el contenido del vigente se considere desactualizado o insatisfactorio —es lo que antes denominamos función de lege ferenda—. También en este caso el cometido del trabajo dogmático es práctico: generar un cambio en el derecho vigente[77].

b) Dependencia contextual: un segundo elemento de suma importancia para conceptualizar la dogmática jurídica consiste en su dependencia de un marco de determinación pragmático. La orientación de un estudio dogmático depende en gran medida de la situación coyuntural del tema tratado en el marco de varias comunidades relevantes: la propia comunidad dogmática[78], el medio judicial y los poderes legisferantes. Así, el mismo tema puede ser tratado como propuesta legislativa, propuesta de resolución de casos, crítica jurisprudencial o crítica legislativa, dependiendo de la existencia o no de decisiones legislativas o jurisprudenciales acerca del tema abordado. El propio carácter de “problema” depende del grado de consenso sobre el significado de expresiones normativas por parte de ciertas comunidades —al menos de la comunidad dogmática y del medio judicial—. Como hemos dicho, la determinación de cuál sea el contenido del “derecho positivo” no es en absoluto “evidente”, y una de las funciones clásicas de la dogmática es la de proponer soluciones para superar indeterminaciones —indeterminación lingüística, lagunas, contradicciones lógicas—. La superación provisoria de esas indeterminaciones proviene, bien de la aceptación generalizada de un criterio dogmático de solución, bien de la resolución judicial “autoritaria” —que puede seguir o no la sugerencia de algún planteo dogmático—, bien de una iniciativa legislativa que defina con mayor claridad el problema. Nada garantiza, sin embargo, que los consensos provisorios sean eternos: un nuevo planteo dogmático puede sembrar nuevas dudas sobre el asunto, modificando la percepción de lo que se entendía como significado establecido. O bien la propia jurisprudencia puede romper el consenso dogmático, obligando a replantear la cuestión a partir del cambio de marco[79]. O bien un cambio legislativo puede quebrar el marco de discusión previo[80]. En síntesis, la relativa determinación o indeterminación del contenido del “derecho positivo” depende de la situación coyuntural del consenso de una serie de actores pragmáticos. Esto obliga a entender la dogmática en un marco colectivo, en el contexto de relaciones estratégicas, de relaciones de poder —poder de imposición de ciertos significados—[81].

c) La dogmática como discurso polémico: hemos señalado ya que uno de los objetos privilegiados de la dogmática es la sugerencia de soluciones para resolver casos problemáticos —o bien problematizados por el propio autor—. Esta característica impone a la investigación dogmática una cierta estructura. Un primer paso consiste en la determinación del problema: poco interés reviste una investigación sobre un caso en el que no existan mayores alternativas, o sobre cuya solución no exista mayor discusión. La dirección que asume la investigación es la demostración de por qué la alternativa que se propone es mejor que cualquier otra alternativa. En este sentido, el discurso dogmático es necesariamente un discurso polémico: se construye contra otras alternativas posibles —formuladas realmente por otro polemista o imaginadas por el mismo autor—. La tarea que encara el dogmático es la de ofrecer una solución al problema tratado a partir de lo que cree la mejor reconstrucción posible permitida por el material jurídico que tiene a disposición. Dada la variedad de “problemas” normativos (indeterminación lingüística, laguna, contradicción normativa, ambigüedad axiológica), los métodos a través de los cuales se lleva a cabo la tarea de reconstrucción son también variados. Tal vez uno de los puntos de partida comunes sea la demostración de que la solución propuesta no se opone al significado aceptado de las normas que se consideran relevantes, o al menos a algunos de sus posibles significados. Ir un paso más allá implica dar razones que funden la vinculación de la solución propuesta con el derecho positivo cuya vigencia se toma como premisa —razones lógicas, lingüísticas, sistemáticas, históricas, teleológicas—. Avanzar más aún supone dar razones que justifiquen la bondad de la solución que se propone en comparación con la de otras soluciones rivales. En síntesis, demostrar que la solución propuesta puede derivarse del derecho positivo que se adopta como premisa, y que es mejor que otras soluciones.

d) La discusión sobre valores: es evidente que detrás de toda solución normativa existe una opción valorativa. Sin embargo, no toda discusión dogmática debe resolverse automáticamente en una discusión sobre valores —y menos aún sobre valores extra-normativos, como demasiado apresuradamente parece sugerir Nino[82]—. Esto llevaría a sobrecargar innecesariamente la finalidad práctica de la dogmática. La discusión se entabla en el plano axiológico sólo cuando el autor dogmático considera que no es posible confinar el tratamiento de un problema a una cuestión semántica, lógica o sistemática, porque —abordada la cuestión desde estos puntos de vista— siguen siendo plausibles varias soluciones alternativas. Si resulta posible descartar una solución por sugerir un uso absurdo de las palabras a interpretar, o por ser claramente contradictoria con el significado aceptado de alguna norma relevante, o incoherente con otras soluciones aceptadas, es poco probable que un jurista pretenda fundar su rechazo acudiendo al análisis axiológico. Ahora bien, dada la relativa plasticidad de los “problemas” jurídicos, no es raro que, mientras un autor cree solucionar una cuestión en el plano lógico o lingüístico, otro vea en él un problema valorativo. Los argumentos considerados relevantes en un plano son minimizados en otro, y esto da como resultado una cierta sensación de inconmensurabilidad —la sensación de un diálogo de sordos—. Como ya hemos dicho, esto se debe a los complejos problemas de indeterminación del contenido del derecho positivo: según uno fije la construcción de su punto de partida, según considere que una premisa está fija o es pasible de determinación, calificará la naturaleza del problema y pretenderá su solución.

La discusión dogmática de mayor riqueza se produce, sin embargo, cuando las soluciones contendientes confrontan conscientemente en el plano axiológico. Sin embargo, son realmente excepcionales los casos en los que una discusión dogmática se resuelve en una discusión filosófica o moral extra-normativa —por ejemplo, a partir de la propia concepción filosófica o política del autor[83]—. Las discusiones axiológicas más comunes pretenden fundar la bondad de una solución dogmática en su mayor consistencia con valores normativos, es decir, por valores consagrados (o pretendidamente consagrados[84]) por el sistema jurídico. De todos modos, dada la generalidad e indeterminación de los habituales “valores superiores” del sistema jurídico —justicia, igualdad, dignidad, seguridad—, a medida que el plano de la argumentación se hace más abstracto, la interpretación del sentido de esos valores se acerca bastante a la expresión de la ideología política, moral o filosófica de quien la realiza. Nuestra intención, sin embargo, es remarcar que existe un gran espacio de argumentación axiológica a partir de valores normativos de menor abstracción —en general, de aquellos “principios” que justifican la regulación de algún área del derecho—. Las construcciones dogmáticas más refinadas son aquellas capaces de mostrar que la solución propuesta para resolver un caso problemático resulta de la mejor reconstrucción del sistema jurídico fundada en la interpretación de los valores consagrados por el sistema. El jurista dogmático sugiere soluciones a partir de la generación de modelos teóricos compatibles con una interpretación posible de los valores del sistema. Así, las confrontaciones dogmáticas más ricas son aquellas conscientes de que, detrás de una discusión sobre soluciones alternativas para un caso problemático, existe una discusión ideológico-política entre modos distintos de entender cuáles son esos valores —y en las que, por ende, se argumenta en ese plano[85]—.

En otro trabajo hemos propuesto un análisis del derecho como cristalización del deseo de regular las condiciones de la vida social. El texto legal puede ser leído como una obra de ficción que crea un marco espacial y temporal, personajes, régimen de convivencia, organización y ejercicio del poder, sistema de distribución de bienes, formas de solución de conflictos. El texto legal —como obra de “ficción”— comparte la función prescriptiva de los textos utópicos, pues ambos construyen la imagen del mundo plasmando el deseo a través de prescripciones que lo configuran. La trama del texto destaca la función política del programa legal como expresión del orden deseado y reconocimiento de escalas axiológicas. La función de la dogmática jurídica, en este contexto, consiste en la reformulación del proyecto utópico contenido en los textos legales. Así, la dogmática desempeña un papel similar al del texto, que sólo difiere en el nivel de detalle y precisión, pues ambos contribuyen a estructurar el orden deseado.[86] El dogmático, a partir de su propia lectura de la novela del derecho, escribe capítulos que pretende se incorporen a ella[87].
 

 

3. Algunas complicaciones del “uso judicial” de la dogmática

 

3. 1. Dogmática y condiciones de aplicación del saber dogmático


Hasta aquí hemos intentado caracterizar el estatuto teórico de la dogmática, señalando cuáles son las funciones que pretende desarrollar. Si una de las tareas privilegiadas de la dogmática jurídica es la formulación de soluciones para la resolución de casos en la práctica, una de las cuestiones principales para evaluar su utilidad real en tanto discurso es la de determinar en qué medida guía efectivamente la decisión de casos prácticos —es decir, en qué medida influye sobre la práctica judicial—. Evidentemente, se trata de una cuestión empírica, que varía enormemente por países y por épocas, pero al menos es posible señalar una vez más la dependencia contextual de la dogmática con respecto a actores que le son externos —en especial el medio judicial—. La existencia de una enorme brecha que separe los temas y soluciones propuestos por la dogmática y el sentido de las decisiones judiciales es una pésima señal al respecto del “rendimiento” de sus formulaciones, y más bien indica el cultivo de una suerte de actividad esquizofrénica. En última instancia, las únicas armas para que la dogmática cumpla el papel que se propone serían la fuerza de convicción de sus razones y la socialización de los jueces dentro de los parámetros de la cultura jurídica por ella modelada.

La falta de control de la propia dogmática sobre su empleo judicial permite abordar el problema desde el ángulo inverso. Los órganos judiciales que producen el discurso jurídico práctico justifican sus decisiones habitualmente en términos de aplicación del derecho positivo reexpresado por la dogmática jurídica. Sin embargo, cabe preguntarse si no existen otros elementos que determinan esas decisiones, variables externas y diferentes de esas valoraciones que la dogmática oculta. Si así fuera, podría afirmarse que el discurso que produce la práctica jurídica, a pesar de justificarse explícitamente en los términos de la dogmática, se estructura a partir de una lógica diferente. Esta suposición contradice abiertamente una idea presupuesta por los juristas: “el discurso jurídico producido por la práctica judicial es la continuidad del discurso teórico en su aplicación a los hechos del caso”[88].

Esta idea puede ser cuestionada. Si en lugar de concebir a la sentencia como el resultado de la aplicación de criterios establecidos por la dogmática —una operación lógico-deductiva, o una decisión política o moral entre opciones normativas—, “la entendemos como el resultado final de un proceso de lucha en el cual intervienen elementos jurídicos y extra–jurídicos que operan dentro y fuera del tribunal, dirigidos a la defensa estratégica de los intereses involucrados en el conflicto, la atención teórica se desplazará de arriba (las normas y los conceptos dogmáticos) hacia atrás (la práctica judicial)”[89].

La inexistencia de uniformidad semántica entre el discurso teórico y la sentencia en el proceso de producción de la decisión judicial ha sido señalada por Marí[90]. Una nota esencial del discurso jurídico consiste en la fractura que ocurre entre el proceso discursivo y su producto final: “Entre el proceso de producción y constitución del discurso jurídico y este discurso como producto-final existe una discontinuidad, un desplazamiento… [Esa ruptura] es un modo de funcionamiento de los mecanismos sociales… El principio que lo organiza es un principio de control… ubicado en un campo de formaciones no discursivas, a saber, de instituciones, de acontecimientos políticos y de sucesos de distribución del poder… Ese desajuste [está] pues, construido por la praxis social variable históricamente…”[91].

El conflicto es el elemento que caracteriza la producción del discurso judicial. El proceso, como subrogación de la guerra, define la posición de los litigantes retroactivamente y en virtud de la actividad desplegada para obtener la decisión. No gana quien tiene razón, sino que quien gana, tiene razón. Los litigantes utilizan con irreverencia el discurso dogmático, trastocando, segmentando y aun utilizando piezas contradictorias, estratégicamente, atendiendo a la actividad de la contraparte y la postura del juzgador. El resultado de este proceso, la sentencia, se funda en los términos del discurso dogmático sin aludir a los múltiples elementos y variables que la configuraron[92]. Así, el discurso judicial es un mecanismo que construye estratégicamente sus soluciones. Por ello, estudiar un caso a partir de su sentencia implica convertir esa sentencia en una pieza “aséptica” y suponer la existencia de una falsa uniformidad semántica entre el discurso práctico y las elaboraciones de la dogmática[93].

A pesar de ello, la concepción del derecho mayoritaria que subyace a la dogmática excluye completamente la consideración de la práctica jurídica o bien supone relaciones erróneas entre el programa establecido en el texto legal —y reformulado por la dogmática— y la instancia en donde tiene lugar la práctica jurídica como práctica social. En el primer caso, se reduce todo el fenómeno jurídico a un conjunto de textos explicados por juristas teóricos que se ocupan de sus aspectos formales a través de un reduccionismo que propone el ideal de neutralidad y ahistoricidad del derecho y reduce las decisiones judiciales a un proceso de aplicación de reglas generales al caso concreto[94]. En el segundo caso, se establece una relación de continuidad entre el discurso dogmático y el discurso de la práctica jurídica, idea que define al discurso teórico “por lo que excluye como objeto teórico: las características del funcionamiento de la práctica judicial y el proceso de producción y transformación de su propio discurso”[95].

Desde esta perspectiva, las instituciones que producen las prácticas jurídicas no son una mala copia —distorsionada por la praxis— del sistema explicado por la teoría jurídica, sino un modelo distinto a ese modelo teórico, un sistema independiente que tiene su propia lógica, sus propias reglas que lo estructuran y dan sentido a cada uno de sus actos[96]. La relación más estrecha entre práctica jurídica y discurso dogmático es la utilización irrespetuosa de sus piezas realizadas por quienes revisten poder para racionalizar las solicitudes y decisiones que toma el aparato de administración de justicia (y, al mismo tiempo, ocultar los criterios efectivamente utilizados).

Así, se elaboran conceptos dogmáticos para una justicia que no existe y, al mismo tiempo se elude la elaboración de un discurso que resulte aplicable para las instituciones existentes. Este estado de cosas permite sospechar de la validez de toda esa producción teórica: “Como lo ha puesto en evidencia la epistemología (Althusser, Bachelard, Moulines) las teorías incluyen sus condiciones de aplicación en su aparato conceptual, por lo que la ignorancia o las falsas ideas acerca del funcionamiento de la práctica jurídica afectan en su validez a toda la producción teórica”[97].

Ello no significa, claro, que los textos legales y las teorías dogmáticas no tengan influencia alguna sobre la práctica jurídica, sino simplemente que el empleo práctico de la teoría generada por la dogmática no siempre coincide con el sentido para el que ésta fue originariamente formulada. Siempre existe una tensión entre el programa legal formulado por la dogmática y las decisiones de la práctica jurídica. Esa tensión no sólo se resuelve de modos diferentes para las diversas promesas contenidas en el programa utópico[98]. Los múltiples condicionamientos que resuelven esa tensión, por otra parte, además de variar en el tiempo, influyen en distinta medida sobre diferentes tipos de conflictos sociales[99].

El reconocimiento de la lógica que informa el discurso jurídico práctico, ignorado por la teoría jurídica tradicional, explica la propuesta de ampliar el objeto de estudio formulada por la teoría crítica. Ello permite preguntarse: “¿Con qué categorías conceptuales hay que dar cuenta de la presencia en el campo de producción semántico del derecho, de otros discursos que no obstante ser distintos en su origen y función lo determinan y fijan las condiciones de su aparición material?”[100].

 

3.2. Los problemas del discurso teórico de los dogmáticos

Las elaboraciones teóricas de los juristas dogmáticos, como instancia de conocimiento del derecho positivo, reexpresan el programa utópico contenido en los textos jurídicos, para indicar a los autorizados legalmente cómo deben aplicar el derecho. La reexpresión del programa utópico contenido en los textos legales comprende los fundamentos y las soluciones que los operadores jurídicos deben adoptar en sus decisiones para la realización del orden deseado. Sin embargo, los dogmáticos trabajan habitualmente sólo sobre los textos legales, y, en general, ignoran el nivel de la práctica jurídica que produce el discurso jurídico práctico. Si aquélla es la finalidad de las elaboraciones teóricas, es hora de preguntarnos por la idoneidad de la teoría jurídica para alcanzar tal fin. La influencia de la teoría aumentará en la medida en que más materializados estén sus principios en la lógica de la práctica jurídica y disminuirá cuando las piezas teóricas sólo sirvan para ocultar los criterios que efectivamente informan esa práctica y que difieren de los criterios teóricos. El mayor grado de materialización de los principios del discurso teórico depende de múltiples condicionamientos sociales y políticos, muchas veces externos a los órganos que aplican el derecho. Aun en el caso de un alto grado de materialización de los principios utópicos, siempre habrá un espacio en el que esos principios sean ignorados[101].

Ello permite afirmar que la teoría jurídica tradicional no siempre resulta idónea para

3.3. Algunas opciones

Según hemos visto, una de las causas de la escasa efectividad del discurso teórico para determinar el discurso jurídico práctico consiste en que aquél habitualmente no se interesa por las efectivas condiciones de producción de éste. Parte de esta limitación es, desde luego, estructural e irreducible. Sin embargo, existen excepciones que representan el reconocimiento de esas condiciones de producción y dan soluciones que las tienen en cuenta e intentan disminuir o neutralizar su influencia. El reconocimiento de esas condiciones supone al menos la apertura de la dogmática a una orientación sociológica, capaz de relevar las propias dificultades de concreción

El surgimiento del derecho laboral resulta un caso paradigmático del intento de realizar la promesa incumplida del derecho civil de posibilitar las relaciones contractuales entre personas libres e iguales. Sólo a partir del reconocimiento de ciertos condicionamientos materiales que impedían esas relaciones en las condiciones garantizadas legalmente pudo desarrollarse una rama jurídica fundada en principios que incorporaron las condiciones de aplicación del derecho a las relaciones laborales para disminuir la desigualdad material de los contratantes. El surgimiento de una dogmática crítica, orientada a señalar la inadecuación de las categorías jurídicas del derecho civil para ajustarse a cierto ideal de justicia, llevó a la construcción de técnicas y categorías téoricas —finalmente convertidas en derecho positivo— estructuradas íntegramente a partir de la consideración de esos condicionamientos externos[102]. Por carriles similares ha transcurrido la evolución del derecho del consumo, cuyos dogmáticos se han dedicado a construir categorías para corregir los desequilibrios de poder entre profesional y consumidor que son efecto de la tematización de los contratos de consumo a partir de la teoría del derecho civil clásico[103]. Otra excepción que en cierto modo influye toda una rama del derecho se vincula al derecho comercial. La fuerza normativa de los usos comerciales no pudo sino ser reconocida, teniendo en cuenta las condiciones de aplicación del derecho comercial, a pesar de que esa rama fuera codificada (piénsese en la tensión generada por la idea de inmovilización del derecho que representa un código y el valor concedido a las prácticas mercantiles para variar las reglas jurídicas).

En otras ramas del derecho pueden hallarse más excepciones, aunque no siempre como principios estructuradores, sino como decisiones acotadas a algún problema determinado. El derecho penal —afectado en cualquier país por la irracionalidad de los criterios prácticos de selección de casos y por las arbitrariedades de sus operadores— brinda algunos ejemplos de excepciones limitadas a ciertos problemas específicos. Tal vez un ejemplo de ello sea, en la Argentina, la reforma del Código Procesal Penal federal anterior, que al incorporar la prohibición de valorar la confesión “espontánea” prestada en la comisaría significó un intento de reducir la brutalidad policial contra los imputados. La reforma se inspiró en la crítica dogmática a la norma, orientada por la evaluación de sus condiciones de aplicación.

Un ejemplo muy ilustrativo en el derecho de los EE.UU. se vincula con varias decisiones de la Corte Suprema declarando la invalidez del procedimiento de decisión sobre la imposición de la pena de muerte a partir del reconocimiento de la discriminación racial —probada estadísticamente— que orienta profundamente esa práctica. La Corte obligó a los estados a adoptar procedimientos tendientes a reducir la influencia de los prejuicios raciales[104]. La clausura del procedimiento en casos en los cuales el fiscal está autorizado legalmente a perseguir pero el motivo concreto que impulsó su decisión se considera ilegítimo es otro ejemplo[105]. En estos casos, la construcción de criterios jurídicos está inspirada en la necesidad de incluir la evaluación de factores extranormativos como filtro de la toma de decisiones legales.

Las excepciones también surgen como propuestas del discurso teórico de los penalistas. Una propuesta reciente de Zaffaroni representa un esfuerzo teórico que dedica especial atención a los condicionamientos externos y propone criterios para reducir su influencia en las decisiones judiciales. La categoría de la “vulnerabilidad” es un ejemplo claro del sentido de su propuesta[106].

Uno de los efectos más beneficiosos de la incorporación al discurso teórico de los condicionamientos externos consiste en la transformación del procedimiento judicial: el ámbito del proceso deja de ser un lugar que impide la discusión del problema y se transforma en un ámbito que lo nombra, lo reconoce y lo cuestiona. Así, no sólo se permite que un individuo concreto organice su estrategia para reducir la influencia de esos condicionamientos sino que, además, se genera una nueva instancia para organizar la lucha contra tales condicionamientos[107].

Los ejemplos sugieren la necesidad de un cambio en la teoría jurídica si su finalidad consiste en formular un sistema que oriente la interpretación y aplicación del derecho positivo. Mientras la teoría jurídica mantenga limitado su objeto, sus posibilidades de actuar efectivamente sobre la práctica jurídica no variarán de modo significativo y, al mismo tiempo, colaborará —por omisión— a la ocultación de los criterios que efectivamente informan la aplicación del derecho y a facilitar su utilización, al poner la racionalidad de su discurso al servicio de la justificación de prácticas arbitrarias opuestas al programa utópico. Si la teoría jurídica pretende sinceramente colaborar en la realización de la utopía, no tiene más alternativa que incorporar enfoques que excedan la dimensión normativa del fenómeno jurídico. Mantener su visión idealizada y formalista del derecho no sólo implica la escasa utilidad social de la actividad de los juristas sino que, lo que es más grave, convierte a estos últimos en cómplices de la arbitrariedad.

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Notas:


[1] Nino, C. S., Consideraciones sobre la dogmática jurídica [Consideraciones], Ed. Universidad Autónoma de México, 1974; Algunos modelos metodológicos de “ciencia” jurídica [Algunos modelos...], Ed. Universidad de Carabobo, 1979.

[2] Ver, por ej., Bacqué, J. A. y Nino, C. S., “Lesiones y retórica. El problema de la ciencia del derecho y la ideología jurídica a propósito de las lesiones simultáneamente calificadas y atenuadas”, en La Ley, 1967, t. 126, ps. 966 y siguientes.

[3] Nino, Carlos S., “La huida frente a las penas”, en No Hay Derecho, s.ed., Buenos Aires, 1991, Nº 4, ps. 7 y siguientes.

[4] Cf. Nino, Consideraciones, p.  17.

[5] Cf. Nino, Consideraciones, p.  18.

[6] Cf. Nino, Consideraciones, p. 23. Si bien Nino reconoce que la influencia de los juristas sobre el derecho positivo se ha dado en otros momentos históricos, también señala la excepcional trascendencia del racionalismo por tres razones: “nunca los ideales de los juristas fueron tan explícitos e influyeron tanto en la reforma del derecho positivo como los del racionalismo, nunca la legislación positiva tuvo un grado tan alto de sistematización como la codificación de los siglos XVIII y XIX y nunca los juristas reflexionaron tanto sobre su papel y sus nuevos presupuestos como después de esa codificación” (p. 25).

[7] Cf. Nino, Consideraciones, ps. 26 y ss. Para la exégesis, la preeminencia de la ley también implicaba el reconocimiento de un criterio exclusivo en el proceso de asignación de significado al texto legal: la voluntad del legislador. Los embates de las otras corrientes fueron efectivos para relativizar este segundo principio proponiendo nuevos criterios, pero no lograron alterar la importancia del texto legal como fuente de derecho (p. 28).

[8] Cf. Nino, Consideraciones, p. 30. Lo mismo opina Genaro Carrió: “hay una línea de pensamiento jurídico que exhibe una clara tendencia de justificar al Estado, el derecho puesto, por el mero hecho de serlo... Quizá, buena parte del pensamiento jurídico dogmático —nuestro pensamiento jurídico— está gravemente atacado por ese virus” (citado por Nino, p. 30, nota 15).

[9] Según Nino, al dogmático no le interesa “lo que los jueces van a decidir, sino cómo deben decidir”  (Nino, Consideraciones, p. 31).

[10] Cf. Nino, Consideraciones, p. 29.

[11] Cf. Nino, Consideraciones, p. 32. Nino destaca la importancia del concepto de validez en Kelsen, uno de cuyos significados posibles se identifica con la fuerza obligatoria de la norma jurídica, como parte de la ideología dogmática. Tanto Nino como Carrió sostienen que Kelsen no fundó un nuevo modelo de ciencia jurídica, sino que fue el “gran teórico de la ciencia dogmática del derecho” (ver p. 34, nota nº 20).

[12] Cf. Nino, Consideraciones, p. 29.

[13] Cf. Nino, Consideraciones, p. 41.

[14] Nino toma como ejemplo, en este sentido, al método de interpretación utilizado para determinar la acción típica contenida en la ley penal, que agrega consecuencias normativas no previstas en la ley (Consideraciones, ps. 41 y ss.).

[15] Nino toma como ejemplo, en este sentido, la teoría del bien jurídico elaborada por la dogmática jurídico–penal (Consideraciones, ps. 55 y ss.).

[16] Cf. Nino, Consideraciones, p. 53.

[17] Cf. Nino, Consideraciones, p. 78.

[18] Cf. Nino, Consideraciones, p. 80.

[19] Cf. Nino, Consideraciones, p. 81.

[20]  Cf. Nino, Consideraciones, ps. 85 y siguientes.

[21] Sobre estos principios, cf. Nino, Consideraciones, ps. 92 y siguientes.

[22] Cf. Nino, Consideraciones, p. 88.

[23] Cf. Nino, Consideraciones, p. 90.

[24] Cf. Nino, Consideraciones, p. 104.

[25] Cf. Nino, Consideraciones, p. 105.

[26] Cf. Nino, Consideraciones, p. 106.

[27] Cf. Nino, Consideraciones, p. 107.

[28] Cf. Nino, Consideraciones, p. 108.

[29] Cf. Nino, Consideraciones, ps. 108 y siguiente.

[30] Cf. Nino, Consideraciones, p. 110.

[31] Cf. Nino, Consideraciones, p. 113.

[32] Cf. Nino, Consideraciones, p. 114.

[33] Respecto del carácter científico de la dogmática y de las consecuencias que la suposición de ese carácter produce en el ámbito teórico, es ilustrativa la opinión de Schünemann: “Ordenación y regulación del saber existente, averiguación de las contradicciones que se den y disponibilidad permanente de dicho saber en forma orientada al problema prueban, por tanto, el valor de la construcción sistemática, ineludible en cualquier ciencia desarrollada” (“Introducción al razonamiento sistemático en Derecho pena”l, en AA.VV., El sistema moderno del Derecho penal: cuestiones fundamentales, Ed. Tecnos, Madrid, 1991, p. 32).

Lo más interesante de esta afirmación es que es formulada en un contexto en el cual se compara las proposiciones de un paleobiólogo acerca del origen del homo habilis con las proposiciones formuladas por los juristas. De este modo, el párrafo esconde y confunde las diferencias entre una ciencia descriptiva y el saber jurídico. El paleobiólogo que sistematiza los datos sobre el homo habilis no altera su objeto de estudio, sólo predica sobre él. En la concepción de Schünemann, sin embargo, la disciplina jurídica, para ser científica, debe modificar su objeto —el conjunto de normas jurídicas positivas, por ej., cuando las reglas no presentan coherencia sistemática alguna. Los criterios de sistematicidad, en este contexto, no derivan de la necesidad de aplicar las normas jurídicas de una forma más o menos coherente en orden a la realización de algún criterio material de justicia —v.gr., la igualdad— sino, en todo caso, de una necesidad metodológica propia del conocimiento científico. Esta confusión de planos, en el caso inequívoca, es uno de los principales errores que Nino atribuye a la dogmática. Sin embargo, no siempre los autores incurren en este error, pues las reglas formuladas por los juristas para otorgar cierto grado de coherencia y de completitud al sistema pueden ser “explicadas” y justificadas en términos valorativos que presupongan el reconocimiento de los defectos del texto legal.

[34] Si bien el concepto de “función creadora” de derecho que Nino atribuye a la actividad de los juristas presenta problemas, como discutiremos más adelante, existen casos en los cuales las conclusiones normativas propuestas no pueden conciliarse de ningún modo con el contenido de las normas que intentan “explicar”. Cf., por ejemplo, las argumentaciones que pretenden fundar jurídicamente el incumplimiento de la obligación de establecer el juicio por jurados en materia penal. Sobre este tema, con abundantes citas bibliográfica de los participantes en el debate, cf. Goransky, M. D., “Un juicio sin jurados”, en AA.VV., El nuevo Código procesal penal de la Nación, Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 1993, ps. 103 y ss.; Maier, J. B. J., Derecho procesal penal, Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 1995, 2ª ed., en prensa, t. I, § 7, C.

[35] En algunos casos, los modelos desarrollados llegan a tal grado de abstracción y complejidad que pueden ser considerados un ejercicio de demostración de capacidad teórica antes que la reexpresión coherente de un sistema de soluciones para decidir casos reales. Estos desarrollos aumentan la complejidad del modelo innecesariamente, haciéndolo cada vez más oscuro e incomprensible, generando una multiplicación geométrica de categorías, sutilezas y distinciones que provocan en algunos casos una reificación de esas categorías conceptuales sin base legal alguna que, al ser aplicadas pueden negar la solución expresa contenida en la ley o, en ocasiones, impiden otras interpretaciones posibles del texto legal. Un ejemplo de este último caso es el de las afirmaciones doctrinarias acerca de la “indisponibilidad” de ciertos bienes jurídicos, sin sustento legal alguno, que impiden interpretar los tipos penales que no hacen referencia al consentimiento en el sentido de que ellos sólo prohíben aquellos comportamientos realizados contra la voluntad de la víctima. Sobre el problema de la indisponibilidad del bien jurídico “vida”, cf. Rivacoba y Rivacoba, M. de, “Cambio de sentido en la protección y el concepto penal de la vida humana”, en Doctrina Penal, Ed. Depalma, Buenos Aires, 1989; sobre el valor del consentimiento en la teoría del delito, cf. Bacigalupo, E., “Consentimiento del lesionado en el derecho y en la dogmática penal españoles”, en Revista Derecho Penal, Ed. Juris, Rosario, 1992, nº 1; Bovino, A., “Sobre el consentimiento del no ofendido”, en Revista Derecho Penal, Ed. Juris, Rosario, 1993, Nº 2; Rusconi, M. A., “El problema del lugar sistemático del consentimiento del ofendido”, en Justicia Penal y Sociedad, Guatemala, 1991, nº 1.

Esta circunstancia produce consecuencias negativas, pues, además de cumplir con la función de reducir las posibilidades de comprensión del derecho por parte de las personas no entrenadas para ello y de aumentar aún más la brecha entre esas personas y el sistema jurídico, aumenta la necesidad de recurrir a los profesionales del derecho y el círculo de problemas que exigen su participación y, por ende, brinda más poder a aquellos que detentan ese tipo de saber.

[36] Cf. Nino, Consideraciones, p. 30, en donde agrega la opinión coincidente de Genaro Carrió, a quien cita textualmente en la nota nº 15. Esta generalización que parece aludir a la totalidad de los juristas dogmáticos es una simplificación extrema que coincide con la imagen de “buen dogmático” (equivalente al “legislador racional”) que Nino utiliza recurrentemente a lo largo de todo su análisis.

[37] Cf. Consideraciones, p. 78.

[38] Dworkin, R. Los derechos en serio, Ed. Ariel, Barcelona, 1984, pp. 72-83.

[39] Alexy, R, Teoria de los derechos fundamentales, CEC, Madrid, 1993, p.86.

[40] Robert Gordon ofrece un ejemplo de interpretaciones “individualistas” y “altruistas” de una misma situación contractual en “Cómo descongelar la realidad legal: una aproximación crítica al derecho”, en este mismo volumen. Consultar además la extensa bibiligrafía citada.

[41] Ver, por todos, Ferrajoli, L., Derecho y razón, Ed. Trotta, Madrid, pp. 855-868; en este mismo volumen, “La democracia constitucional”

[42] Ferrajoli, L., Derecho y razón, op. cit., p.876-880 ; “El derecho como sistema de garantías”, en Derechos y garantías. La ley del más débil, Ed. Trotta, Madrid, 1999, pp. 28-31; “La democracia constitucional”, op. cit.

[43] V., en general, Abregú, M. y Courtis, C. (comps.), La aplicación de los tratados sobre derechos humanos por los tribunales locales, Ed. Del Puerto-CELS, Buenos Aires, 1997.

[44] Tal vez el movimiento que ha explotado más críticamente el problema de la indeterminación en las áreas particulares del derecho sea el de Critical Legal Studies. Ver, por todos, Gordon, R. W., “Cómo descongelar la realidad legal: una aproximación crítica al derecho”, op. cit.; Kennedy, D., Libertad y restricción en la decisión judicial, Siglo del Hombre Editores, Bogotá, 1999.

[45] Cfr. en este sentido la afirmación de Luhmann: “la función (de la dogmática) consiste... no en el encadenamiento del espíritu, sino precisamente al revés, en el aumento de libertades en el trato con experiencias y textos. La conceptualidad dogmática posibilita la toma de distancia también y precisamente allí donde la sociedad espera vinculación”. (énfasis en el original). Luhmann, N., Sistema jurídico y dogmática jurídica, CEC, Madrid, 1983, p. 29. En el mismo sentido, Ferraz Jr., T. S., Função social da dogmática jurídica, Max Limonad, San Pablo, pp. 96-97; Peña González, C., “Los desafíos actuales del paradigma del derecho civil”, en Estudios Públicos, N°60, primavera 1995,CEP, Santiago, p. 331.

[46] En Algunos modelos..., Nino propone dos niveles en los que los juristas dogmáticos “deben desarrollar” su labor teórica para cumplir “una función importante” al “encara(r) la tarea de discutir problemas axiológicos para la actividad jurisdiccional” (p. 105). Estos dos niveles se acercan a dos últimas funciones que describimos a continuación. Sin embargo, nuestro análisis afirma que los juristas dogmáticos vienen de hecho desarrollando estas funciones desde hace tiempo, sin necesidad de seguir los consejos de Nino.

[47] Cfr. Markku Helin, quien califica a las interpretaciones de la dogmática ante casos cuya solución no ha sido aún establecida como recomendaciones, por oposición a aserciones. V. Helin, M., “Sobre la semántica de las oraciones interpretativas en la dogmática jurídica”, en Aarnio, A., Garzón Valdez, E. y Uusitalo, J. (comps.), La normatividad del derecho, Gedisa, Barcelona, 1997, p. 208-209.

[48] El principal cargo de Nino, parece ser que los dogmáticos realizan una función prescriptiva como si estuvieran simplemente describiendo (Nino, Consideraciones..., p. 107; Algunos modelos..., p. 106; v. en el mismo sentido, Calsamiglia, A., Introducción a la ciencia jurídica, Ariel, Barcelona, 1986, p. 132). El cargo confunde más de lo que aclara. De acuerdo a nuestra observación, si el derecho positivo es pasible de múltiples reconstrucciones, los dogmáticos pretenden describir una interpretación derivable del derecho positivo, pero es claro que también prescriben su adopción. Un modelo de dogmática puramente descriptivo –tal como el que Kelsen proponía: describir las alternativas semánticas de interpretación sin interceder por ninguna- no ha existido en la historia, por la sola razón de que no puede cumplir el objetivo de ofrecer una guía para solucionar casos. Cfr. V. Helin, M., “Sobre la semántica de las oraciones interpretativas en la dogmática jurídica”, op. cit., p. 200.

[49] Luhmann señala la imposibilidad de distinguir con pleno sentido entre argumentos de lege lata y de lege ferenda. V. Luhmann, N, Sistema jurídico y dogmática jurídica, op. cit., p. 35. De todos modos, el uso de la distinción tradicional resulta útil para entender el punto de vista del dogmático, es decir, para describir lo que él pretende estar haciendo.

[50] Ferrajoli, L., Derecho y razón, op. cit. p. 878.

[51] Ferrajoli, L., Derecho y razón, op. cit. p. 879.

[52] “Es así como la crítica del derecho positivo desde el punto de vista del derecho positivo tiene una función descriptiva de sus antinomias y lagunas y al mismo tiempo prescriptiva de su auto-reforma, mediante la invalidación de las primeras y las integración de las segundas”. Ferrajoli, L., Derecho y razón, op. cit. p. 879.

[53] Cf. Maier, Derecho procesal penal, cit., § 1, dedicado íntegramente al desarrollo de la teoría del derecho de la cual parte y a su justificación del ordenamiento jurídico.

[54] Cf., por ejemplo, En busca de las penas perdidas, Ed. Ediar, Buenos Aires, 1989, que significa una revalorización y reformulación de la dogmática jurídico-penal con fundamentos iusnaturalistas.

[55] Lo mismo se puede afirmar respecto a la obra de Welzel, en Alemania: cf. El nuevo sistema del derecho penal. Una introducción a la doctrina de la acción finalista, Ed. Ariel, Barcelona, 1964.

[56] Nino, Fundamentos de derecho constitucional, Ed. Astrea, Buenos Aires, 1992, en especial Caps. 1 y 2.

[57] Por mencionar dos trabajos que enmarcan explícitamente los puntos de partida de la respectiva obra dogmática de sus autores, v. Baylos Grau, A., Derecho del trabajo: modelo para armar, Ed. Trotta, Madrid, 1991; Lorenzetti, R. L., Las normas fundamentales de derecho privado, Ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 1995.

[58] Resulta paradigmático, en este sentido, el trabajo de Zaffaroni, E. R., “La ley de obediencia debida”, en Revista Lecciones y Ensayos, Ed. Astrea, Buenos Aires, 1988, nº 50, ps. 23 y siguientes.

[59] Al menos como para estar seguros de que su adhesión al derecho no es la adhesión formal que Nino critica.

[60] Ferraz la califica de “pensamiento tecnológico”. V. Ferraz Jr., T. S., Função social da dogmática jurídica, op. cit., pp. 89-95. Ver, además, infra, 2.3.

[61] En este sentido, cabe preguntarse las posibilidades de influencia efectiva de un discurso que no comparta ningún elemento en común con el discurso técnico-jurídico propio de cierto medio o contexto académico —que actúa así como un condicionamiento preexistente del medio—. Este fenómeno de exclusión de discursos extraños ha sido sufrido personalmente por el mismo Nino. Él contó el impacto de su libro Los límites de la responsabilidad penal en la comunidad académica de los penalistas: “dado que hago una crítica radical de las bases de la teoría del delito vigente en sus distintas versiones, pensé que iba a ser objeto de las más acerbas objeciones y críticas de otros autores, porque realmente trataba de cuestionar los fundamentos mismos de ese desarrollo. Pero no pasó abolutamente nada. O sea que básicamente no tuve ninguna reacción ni comentario dentro del país” (cf. Nino, C. S., “La discusión crítica en nuestro medio académico [entrevista]”, en Lecciones y Ensayos, Ed. Astrea, Buenos Aires, 1988, nº 50, ps. 278 y s.). Abordamos el tema en el punto 2.3.

[62] V. Ferraz Jr., T. S., Função social da dogmática jurídica, op. cit. pp. 176-182.

[63] Tanto la de los órganos que aplican el derecho como la de quienes formulan elaboraciones teóricas.

[64] La división en partes generales y especiales, el desarrollo de principios generales pretendidamente exhaustivos, la remisión a reglas generales de un instituto diferente, entre otras circunstancias, no son más que la expresión clara de que se supone que un código es un sistema completo y coherente de soluciones jurídicas.

[65] En el derecho argentino, el art. 15 del Código Civil, de aplicación general, dispone que los jueces “no pueden dejar de juzgar bajo el pretexto de silencio, oscuridad o insuficiencia de las leyes” y, de este modo, no sólo reconoce las posibles inconsistencias y lagunas del ordenamiento jurídico, sino que estipula la irrelevancia de estas circunstancias frente a la necesidad de dar solución al caso. En el ámbito del derecho penal, el principio de legalidad y la prohibición de analogía cumplen una función similar.

[66] En el derecho argentino, es el art. 16 del Código Civil el que dice qué debe hacer el juez en estas situaciones: “Si una cuestión civil no puede resolverse, ni por las palabras, ni por el espíritu de la ley, se atenderá a los principios de leyes análogas; y si aún la cuestión fuere dudosa, se resolverá por los principios generales del derecho, teniendo en consideración las circunstancias del caso”. En primer lugar, se admite que las cuestiones deben ser resueltas atendiendo a las palabras o al espíritu de la ley; ello indica que además de las palabras, existe otro elemento reconocido por el derecho para tomar la decisión: el espíritu de la ley. Independientemente de cuál pueda ser el contenido de esta expresión, lo cierto es que es un principio del derecho positivo que se puede acudir a “algo más” que a las palabras de la ley para su interpretación. Pero cuando la cuestión no se resuelve en las palabras o en ese “algo más que las palabras”, debe acudirse a los principios de leyes análogas. De este modo, el derecho positivo no sólo supone que la regulación de las distintas instituciones se funda en ciertos principios, sino que, además, les otorga la calidad de criterio legal para la decisión de ciertos casos. Ante esta afirmación, podría sostenerse que estos principios son los que están contenidos textualmente en las mismas normas jurídicas de la institución a la que se remite y no fuera de ella. Sin embargo, la disposición sigue adelante y agrega que, cuando el caso siga sin respuesta, debe acudirse a los “principios generales del derecho”. Estos “principios generales” no necesariamente coinciden con normas concretas –de otro modo sería innecesario remitir a ellos-, de manera que al menos algunos de estos principios están fuera de su texto y sólo pueden ser construidos por el intérprete. De este modo, el derecho positivo ordena utilizar ciertos mecanismos utilizados por la dogmática. La búsqueda de la “naturaleza jurídica” de alguna institución no reglada que realizan los dogmáticos, por ejemplo —y por absurda que resulte la denominación de “naturaleza jurídica”—, no es más que la aplicación del principio que ordena resolver el caso según las reglas de una institución análoga.

[67] Por ejemplo, la incorporación de la “teoría de los actos jurídicos” al Código Civil, o la incorporación de las categorías de la “teoría del delito” al Código Penal alemán, o la incorporación por vía legislativa de soluciones de lege ferenda desarrolladas previamente por la dogmática, como la responsabilidad civil por riesgo creado, la teoría de la imprevisión, la teoría del abuso de derecho, etc.

[68] Esta adecuación, por supuesto, no puede ser predicada de toda elaboración dogmática, sino sólo de aquellas que respeten ciertos criterios mínimos de racionalidad, básicamente análogos a los criterios de aceptabilidad de una teoría científica (v.gr., que no propongan soluciones claramente contrarias a las normas jurídicas vigentes, que no signifiquen desarrollos oscuros, complejos e incomprensibles de escaso valor práctico, que hagan explícitos los presupuestos valorativos que fundan las decisiones, que tengan algún valor explicativo sobre el material jurídico que pretenden integrar, etcétera). Sobre la necesidad de adecuación de los criterios generados por la dogmática con el nivel de desarrollo y complejidad del sistema jurídico, v. Luhmann, Sistema jurídico y dogmática jurídica, op. cit., pp. 39-40.

[69] Este ocultamiento parece ser el tema que más preocupa a Nino, pues él reconoce que la adhesión acrítica al derecho positivo es meramente simbólica y, también, reconoce la necesidad de una elaboración teórica que reexprese (es decir, que cumpla las funciones descriptivas y creadoras de derecho) el sistema positivo.

[70] Esta orientación, sin embargo, no se logra por la simple vía de comparar en abstracto las diversas soluciones posibles, sino de analizar detenidamente los efectos que tales decisiones provocarán sobre el mundo. “Orientación a las consecuencias presupone que las consecuencias de la legislación, de los Tribunales y de la ejecución de las penas son realmente conocidas y valoradas como deseadas o no deseadas”, señala gráficamente Hassemer (Fundamentos del derecho penal, Ed. Bosch, Barcelona, 1984, p. 35). De este modo, la orientación actual tiende a hacer cada vez más explícitos los presupuestos valorativos, si bien esta actitud difiere en intensidad en los distintos juristas.

[71] V., por ejemplo, López Olaciregui, J. M., “Esencia y fundamento de la responsabilidad civil”, en Revista del Derecho Comercial y de las Obligaciones, Ed. Depalma, Buenos Aires, 1978, año 11, N°61/6, p.941. Peña considera que el análisis económico del derecho es un ejemplo de dogmática orientada hacia las consecuencias, que, como se sabe, prefiere soluciones a partir de considerar los efectos de las diversas alternativas sobre la riqueza. V. Peña González, C., “Los desafíos actuales del paradigma del derecho civil”, op. cit., p. 334 y sigs.

[72] V., por ejemplo, Gordillo, A., Tratado de derecho administrativo, T. II, Fundación de Derecho Administrativo, Buenos Aires, pp. II-1/24.

[73] V. Roxin, C., “Sobre la significación de la sistemática y dogmática del derecho penal”, en Política criminal y estructura del delito, PPU, Barcelona,1992, p.41. Carlos Peña la describe como “una función de auxilio técnico a los operadores del derecho proporcionándoles un conjunto de soluciones coherentes y precisas a ser aplicadas en los casos relevantes de la vida social”. V. Peña González, C., “Qué hacen los civilistas”, en Cuadernos de Análisis Jurídico, Facultad de Derecho, Universidad Diego Portales, Santiago, 1993, p. 26. En sentido similar, Ferraz Jr., T. S., Função social da dogmática jurídica, op. cit., p. 83-85.

[74] Cumpliendo una función pedagógica, expositiva. V. Roxin, op. cit., p. 36 : “Una tal sistematización del material jurídico facilita el estudio de los estudiantes...”. Peña la caracteriza como “una función cognoscitiva de describir el derecho vigente, ordenándolo en términos más económicos y sencillos que aquellos con que aparece en su presentación oroginal”. V. Peña González, C., “Qué hacen los civilistas”, op. cit., p. 26.

[75] Cfr. la opinión de Viehweg: “la jurisprudencia ha de ser concebida como una permanente discusión de problemas”. Viehweg, T., Tópica y jurisprudencia, Taurus, Madrid, 1964, p. 146.

[76] Tanto la elaboración de discusiones sobre la “naturaleza jurídica” de un instituto, como la elaboración de “principios generales” o “principios rectores” cumplen esta finalidad.

[77] Como hemos dicho antes, la crítica de la jurisprudencia cumple un papel similar, aunque partiendo de premisas distintas —aceptación de las normas positivas y rechazo de la solución jruisprudencial adoptada partir de ellas—.

[78] Cfr. Helin, M., “Sobre la semántica de las oraciones interpretativas en la dogmática jurídica”, op. cit., pp. 200-201 y 204-210.

[79] V. Esser, J., Principio y norma en la elaboración jurisprudencial del derecho privado, Bosch, Barcelona, 1961, Cap. XII, especialmente pp. 316-326.

[80] Nunca está de más recordar la furibunda opinión de von Kirchmann: “tres palabras rectificadoras del legislador convierten bibliotecas enteras en basura”, von Kirchmann, J., La jurisprudencia no es una ciencia, IEP, Madrid, 1961, p. 54.

[81] En sentido similar, Calsamiglia, A, Introducción a la ciencia jurídica, op. cit., p. 77-79 y 83-86. Sumamente interesante es señalar la posibilidad de dependencia contextual de los propios criterios de argumentación dogmáticos, y por lo tanto, de los criterios de evaluación de calidad de los trabajos dogmáticos. En este sentido, no es infrecuente que obras dogmáticas que —evaluadas desde parámetros conceptuales ajenos al contexto— resulten de excelente calidad pasen desapercibidas o resulten ignoradas. El problema, sin embargo, no es diferente del de la evaluación de los descubrimientos científicos en general- V., por todos, Kuhn, T. S:, La estructura de las revoluciones científicas, FCE, México, 1971, pp. 253-262, y “Objetividad, juicios de valor y elección de teoría”, en La tensión esencial, FCE, 1982, pp. 344-364. Para una discusión de la cuestión en el ámbito jurídico, v. Ruiz Manero, J., “Consenso y rendimiento como criterios de evaluación en la dogmática jurídicas”, en Doxa, Alicante, 1985.

[82] Nino, Algunos modelos..., pp. 102-103.

[83] Esta parece ser la sugerencia de Nino. V. Algunos modelos..., pp. 102-104.

[84] La construcción dogmática de “principios jurídicos” a partir de la inducción de características o finalidades de la regulación jurídica cumple una función de “cristalización” de valores no consagrados explícitamente por el sistema jurídico. Piénsese, por ejemplo, en el principio de “lesividad” de la conducta punible en materia penal.

[85] V. Peña González, C., “Qué hacen los civilistas”, en Cuadernos de Análisis Jurídico, op. cit., p.23-25.

[86] V. Courtis, C., “Texto legal y función utópica. Acerca de la posibilidad de leer las constituciones y los pactos de derechos humanos como textos utópicos”, en No Hay Derecho, Buenos Aires, 1991, nº 5, ps. 12 y siguientes. De la misma opinión es nada menos que Georg Henrik von Wright: “De quien dicta una orden o una prohibición –sea un agente individual o una asamblea legislativa- puede decirse normalmente que desea o “quiere” que las cosas sean como las ha prescrito”; “Puede decirse que un orden jurídico y, similarmente, todo código o sistema de normas coherente tiene en mira lo que propongo llamar un estado de cosas ideal”, “Creo que es una buena caracterización de la actividad llamada dogmática jurídica decir que su tarea es exponer y aclarar la naturaleza exacta del estado de cosas ideal que el derecho tiene en mira”; “a fin de que sea racional sustentarlo, el ideal tiene que ser una imagen de un mundo posible...”, “lo que queda del “reino” (del deber ser) es un mundo alternativo, “ideal”, constituido por los contendios normativos de un código o de un orden normativo dado”; “Las normas prescriben algo y no describen nada. Pero el contenido de las normas, es decir, aquello que las normas declaran obligatorio, permitido o prohibido, puede decirse que describe un mundo ideal”. Von Wright, G. H., “Ser y deber ser”, en Aarnio, A., Garzón Valdez, E. y Uusitalo, J. (comps.), La normatividad del derecho, op. cit., pp. 98-100, 105.

[87]  Similar metáfora ha empleado Ronald Dworkin para describir la tarea del juez ante un “caso difícil”- V. Dworkin, R, El imperio de la justicia, Gedisa, Barcelona, 1988, pp. 166-172.

[88] Cf. Abramovich, V., “El complejo de Rock Hudson”, en No Hay Derecho, s.ed., Buenos Aires, 1991, nº 4, p. 10. El autor aclara que la suposición contradice la idea de que entre el discurso práctico de los órganos que aplican el derecho y el discurso teórico existe “uniformidad semántica, lo que permite a la teoría jurídica hablar de un solo objeto jurídico, o campo semántico uniforme, y el consiguiente menosprecio de la práctica judicial en tanto se imputa todo desajuste entre discursos a la inoperancia del aparato burocrático de administración de justicia”.

[89] Abramovich, V., “El complejo de Rock Hudson”, cit., p. 10.

[90] María, E., “Moi, Pierre Riviere... y el mito de la uniformidad semántica en las ciencias jurídicas y sociales”, en AA.VV., El discurso jurídico, Ed. Hachette, Buenos Aires, p. 58.

[91] Ruiz, A., “La ilusión de lo jurídico. Una aproximación al tema del derecho como un lugar del mito en las sociedades modernas”, en Crítica Jurídica, Ed. Universidad Autónoma de Puebla, Puebla, 1986, nº 4, p. 165.

[92] En este proceso, el discurso de los abogados se entrecruza dentro y fuera del expediente con múltiples discursos, acotando y redefiniendo la realidad por las marchas y contramarchas de la actividad probatoria, que expresa la lucha por definir los hechos y la verdad jurídica aplicable al caso. “La autonomía de la teoría jurídica, creada por la idea de que el derecho es separable de las valoraciones políticas de los jueces, otorga legitimidad a las decisiones tomadas en nombre de la ley. Los académicos dedicados al derecho dan legitimidad al sistema y el principio del stare decisis es una 'justificación que legitima falsamente' decisiones que son esencialmente sociales y políticas” (Russell, J. S., “The Critical Legal Studies challenge to contemporary mainstream legal philosophy”, en Otawa Law Review, 1986, vol. 18, p. 15, la traducciones es nuestra).

[93] Abramovich, V., “El complejo de Rock Hudson”, cit., p. 10. El mismo fenómeno ha sido demostrado desde el enfoque sociológico a través de investigaciones empíricas de la criminología de la reacción social sobre los procesos de criminalización secundaria. Estas investigaciones han señalado la existencia de patrones uniformes de criterios extranormativos que orientan la selección de los individuos a criminalizar. Factores como la raza, o la posición social y económica tienen más influencia en la decisión que la gravedad del hecho.

Sobre la influencia de la raza en las decisiones de la justicia penal en los EE.UU., cf. Peller, G., “Criminal Law, Race, and the Ideology of Bias: Trascending the Critical Tools of the Sixties”, en Tulane Law Review, 1993, vol. 67, p. 2231; Wright, B., Black Robes, White Justice, Ed. Carol Publishing Group, Nueva York, 1993, 2ª ed.; Roberts, D. E., “Crime, Race and Reproduction”, en Tulane Law Review, 1993, vol. 67, p. 1945; “Race and the Prosecutor's Charging Decision”, en Harvard Law Review, 1988, vol. 101, p. 1472; Applegate, A. G., “Prosecutorial Discretion and Discrimination in the Decision to Charge”, en Temp. Law Quarterly, 1982, vol. 55, p. 35;  Dailey, D., “Prison and Race in Minnesota”, en University of Colorado Law Review, 1993, vol. 64, p. 761.

El criminólogo alemán Sack denomina “metarreglas” a estos patrones de comportamiento que determinan la decisión de los casos fundados en estas variables —cuya relevancia no se reconoce explícitamente—. Su análisis distingue entre reglas (reglas jurídicas generales que se aplican para dar la respuesta jurídica al caso) y metarreglas (reglas sobre la interpretación y la aplicación de las reglas generales). La originalidad de la propuesta de Sack consiste en haber sugerido un “desplazamiento” del análisis de las “metarreglas” del plano prescriptivo de la metodología jurídica al plano descriptivo de la sociología. Así, el concepto de “metarregla” no queda limitado a los principios normativos conscientemente aplicados por el intérprete de las reglas generales, sino que se transforma en el de los mecanismos que real y efectivamente actúan en la mente y en la actividad del intérprete. Estas metarreglas, configuradas por la interacción en la estructura social, permiten describir cómo opera en la realidad la administración de la justicia penal en la atribución de responsabilidad penal, es decir, cuál es la importancia relativa de las distintas variables (pertenezcan o no al discurso jurídico) en el proceso de configuración de las decisiones que los jueces penales toman habitualmente. Estas metarreglas de aplicación de las reglas jurídicas del derecho penal son seguidas, conscientemente o no, por los integrantes de las instancias oficiales que participan en los procesos de criminalización, y su contenido se vincula con leyes, mecanismos y estructuras objetivas de la sociedad basadas en relaciones de poder entre grupos e individuos y relaciones sociales de producción. Estas “metarreglas” no sólo explican la “cifra negra”, sino también y especialmente, cómo opera la distribución social del castigo. Sobre este problema, cf. Baratta, A., Criminología crítica y crítica del derecho penal, Ed. Siglo XXI, México, 1993, 4ª ed., ps. 104 y siguientes.

[94] Abramovich, V., “El complejo de Rock Hudson”, cit., p. 10.

[95] Abramovich, V., “El complejo de Rock Hudson”, cit., p. 10.

[96] Courtis, C., “En ese orden de cosas”, en No Hay Derecho, s. ed., Buenos Aires, 1991, nº 3, p. 8.

[97] Abramovich, V., “El complejo de Rock Hudson”, cit., p. 11. En el campo de la epistemología de las ciencias, existen formulaciones similares. V., por ejemplo, Marí, E., poniendo énfasis en la inclusión dentro de la ciencia de las condiciones de aplicación. V. Elementos de epistemología comparada, Puntosur, Buenos Aires, pp. 30-37

[98] Pues los grados de realización de esos promesas en la práctica pueden ir desde una realización completa hasta la no realización. Así, mientras es posible afirmar que el derecho de propiedad garantizado constitucionalmente alcanza un efectivo grado de protección cuando se trata de conflictos interindividuales que no involucran al Estado, también se puede constatar el incumplimiento de otras promesas del texto constitucional (por ej., los derechos sociales del art. 14 bis o la garantía del juicio por jurados).

[99] Así, por ej., la ausencia de independencia del poder judicial respecto del poder ejecutivo puede tener mucho peso en casos de delitos cometidos por funcionarios y escasa influencia para algunos delitos comunes.

[100] Marí, E., “¿Qué iusfilosofía para la Argentina de la postmodernidad?”, en No Hay Derecho, s.ed., Buenos Aires, 1991, nº 3, p. 27.

[101] Es lo que Ferrajoli denomina “la irreducible ilegitimidad política del poder en el estado de derecho”. V. Ferrajoli, L., Derecho y razón, cit., p. 886. Especialmente en el ámbito del derecho penal, aun en países con un alto grado de influencia del discurso teórico, parece imposible eliminar ciertos elementos ajenos al programa jurídico de constituciones y pactos de derechos humanos.

[102] Es obvio que la transformación no fue producto de la mente de algunos dogmáticos, sino reflejo del cambio de situación en las relaciones de poder entre patrones y empleados. Pero una vez dadas las condiciones políticas para responder legalmente al problema, la teoría jurídica tuvo que tener en cuenta los condicionamientos materiales (la desigualdad entre los contratantes) para dar una solución efectiva. V., por todos, Ewald, F., L´Etat Providence, Grasset, París, 1985.

[103] V. Bourgoignie, T., Elementos para una teoría del derecho del consumo, Ed. Departamento de Consumo y Turismo. Vitoria-Gasteiz, 1994.

[104] Cf., entre otros, Furman v. Georgia, 408 US 238 (1972); Woodson v. North Carolina, 428 US 280 (1976); Roberts v. Louisiana, 428 US 325 (1976); Gardner v. Florida, 430 US 349 (1977); Pulley v. Harris, 465 US 37 (1984); Turner v. Murray, 476 US 28 (1986).

A pesar del intento, la influencia de la raza continuó siendo significativa en perjuicio de las minorías, circunstancia que motivo un voto en disidencia en un fallo reciente reconociendo la imposibilidad de evitar la discriminación: “Aun con el más sofisticado marco legal que regule la pena de muerte, la raza del acusado continúa desempeñando un papel principal en la decisión acerca de quién debe morir y quién debe vivir” (Callins v. Collins, 114 S.Ct. 1127, 1135 [1994] [disidencia del juez Blackmun]) (traducción nuestra). Lo más interesante del voto es que todas las afirmaciones referidas a la arbitrariedad y al racismo con que se condena a muerte a personas negras son aplicables a todo proceso penal, más allá de la pena que se aplique.

[105] La clausura de la persecución se aplica en dos tipos de casos. El primer caso se da cuando el fiscal decide perseguir en respuesta al ejercicio legítimo de un derecho del imputado (por ej., demandar al estado por maltrato policial durante la detención). Sobre este tipo de casos, denominado persecución vindicativa (vindictive prosecution) y considerado como una violación del debido proceso, cf. Blackledge v. Perry, 417 US 21 (1974); Bordenkircher v. Hayes, 434 US 357 (1978); US v. Goodwin, 102 S.CT. 2485 (1982). Sobre este desarrollo jurisprudencial, cf. Garnick, M. G., “Two Models of Prosecutorial Vindictiviness”, en Georgia Law Review, 1983, vol. 17, p. 467.

El segundo caso se da cuando se inicia la persecución, por un delito que habitualmente no se persigue, sólo contra una persona o grupo de personas que comparten ciertas particularidades (por ej., sólo persigue por ese delito a las personas de cierta raza). Sobre este tipo de casos, denominado persecución selectiva (selective prosecution) y considerado una violación al principio de igualdad, cf. Wayte v. US, 470 US 598 (1985). Sobre el desarrollo jurisprudencial, cf. Kane, P. S., “Why Have You Singled Me Out? The Use of Prosecutorial Discretion for Selective Prosecution”, en Tulane Law Review, 1993, vol. 67, p. 2293.

[106] Cf. Zaffaroni, En busca de las penas perdidas,  cit., cap. VI, III, ps. 271 y siguientes.

[107] Así, por ejemplo, el caso estadounidense sobre la pena de muerte no sólo permite al condenado resistir la decisión de imponer esa pena sino que, adicionalmente, abre un nuevo espacio político en el escenario judicial para luchar contra el racismo.