jueves, 4 de diciembre de 2008

DE LA VERDADERA NO HAY DERECHO

INGENIERÍA DE LA VERDAD. PROCEDIMIENTO PENAL COMPARADO

Por Alberto Bovino

Este enfoque historiográfico de tipo retrospectivo representa el rasgo más característico de la inquisición. La inquisición no es sólo instrucción secreta, ausencia de defensa y exclusión del contradictorio. Es, antes que eso, un método de investigación, una lógica, una teoría del conocimiento. El método consiste precisamente en la formulación y en la fundamentación autoreflexiva de las acusaciones o de las hipótesis historiográficas, que no siguen, sino que preceden a la investigación, la orientan y son, ellas mismas, guía y clave de la lectura de los hechos. La forma lógica y argumentativa es aquella del razonamiento circular y de la petición de principios. El resultado es la infalseabilidad preordenada de las acusaciones. En fin, dada su base tautológica no disponible ni a la verificación ni a la refutación empírica, la inquisición se configura como un modelo investigativo marcado por un específico objeto procesal: no los delitos sino el reo, no los hechos concretos sino la personalidad misma —moral, intelectual— del imputado.

De esta base epistemológica, en la que coinciden la historiografía idealista-conspirativa y la lógica procesal inquisitiva, desciende la tendencia a considerar como falsas, o inatendibles, o multisignificativas, todas las fuentes de prueba que contradigan las acusaciones y a volver a buscar, entonces, los elementos que le resultan concordantes.

Luigi Ferrajoli, Il caso '7 de aprile'. Lineamenti di un proceso inquisitorio.

I. Introducción

Un modelo de procedimiento penal puede ser estudiado, entre otras maneras, como un método de construcción de la verdad. Para ello, analizaremos la estructura del procedimiento, los actores que intervienen en él y sus atribuciones. No intentamos un análisis detallado de algún código o de las cláusulas del código procesal penal que fuera responsable de traer a Buenos Aires la costumbre de pronunciar las condenas penales a viva voz. Analizaremos, en cambio, ciertas características de dos modelos de procedimiento penal que confiesan un objetivo común como instrumentos realizadores de la búsqueda de la verdad.

Ambos modelos presentan profundas diferencias. Las razones de estas diferencias pueden ser halladas en la tradición jurídica propia de cada sistema y en las circunstancias históricas, políticas y sociales que les dieron origen y que actualmente conforman su sentido cultural. Sin embargo, estas razones serán dejadas de lado, para indagar, hoy, acerca de una lectura posible de dos modelos considerados antagónicos.

El primer modelo es el procedimiento estadounidense, modelo acusatorio formal de la tradición jurídica anglo-sajona. El segundo, el procedimiento federal de nuestro país, muestra del sistema inquisitivo reformado de la tradición jurídica continental europea del siglo XIX.

Antes de señalar diferencias, es preciso destacar similitudes. La literatura perteneciente a la tradición continental repite, casi al unísono, que la averiguación de la verdad es el objetivo del procedimiento penal. Si bien la meta última del procedimiento penal consiste en la realización del derecho penal, en la aplicación del derecho penal sustantivo, esa meta sólo puede ser alcanzada si, a través del procedimiento, se determina la verdad del acontecimiento histórico que funda la imputación de responsabilidad y, a la vez, torna necesaria la respuesta punitiva. En el contexto anglo-sajón y, más particularmente, en el ámbito estadounidense, también se consolida la misma afirmación: la búsqueda de la verdad es el objetivo del procedimiento, aun cuando esta afirmación puede resultar extraña por diversas razones [nota 1].

Frente a estas similitudes, podríamos creer que la única diferencia entre ambos modelos es instrumental, esto es, que sólo existe en la medida en que a través de distintos métodos se persigue un objetivo común. Sin embargo, a pesar de esa similitud de objetivos, es posible indagar diferencias en el significado de los distintos presupuestos que fundan cada uno de los modelos de construcción de la verdad considerados. Pasemos, ahora, a esas diferencias.

II. The American way of punishment

Llama la atención, al leer doctrina y jurisprudencia estadounidenses, que su particular sistema de enjuiciamiento penal es considerado sólo como uno de los métodos posibles para averiguar la verdad, y no el único [nota 2]. Si tuvierámos que describir las particularidades del procedimiento estadounidense que más interesan en esta discusión, deberíamos destacar dos de ellas:

a) La estructura del procedimiento: todas las reglas del proceso están diseñadas para que un juzgador profesional inactivo —el juez— escuche cómo los abogados de ambas partes —fiscal y defensor— presentan su propia versión de los hechos discutidos de la mejor manera posible para el interés que representan. El tema a dicutir es aquel que las partes presentan ante el juzgador, es decir, aquel en el cual las partes no están de acuerdo.

b) El juzgador no profesional: las decisiones principales —el veredicto de culpabilidad en el juicio, la aplicación de la pena de muerte, la decisión inicial que permite al fiscal dar comienzo formal a la persecución— son tomadas por personas que no sólo no son profesionales del derecho sino que, además, ni siquiera son jueces permanentes [nota 3].

En el derecho continental, en cambio, se otorga facultades inquisitivas al tribunal, que van más allá de las tareas decisorias, y se destaca que tales facultades son necesarias por ser, precisamente, la búsqueda de la verdad el objetivo del procedimiento penal. A través de este mecanismo justificatorio se autoriza al tribunal a desempeñar una actividad que excede, ampliamente, el papel estrictamente decisorio propio del poder judicial. Así, se presume que al otorgarle a dos órganos diferentes la obligación de descubrir la verdad —ministerio público y tribunal—, el objetivo resulta alcanzable más fácilmente, y también que el tribunal, por ocupar un lugar considerado "neutral", se halla en mejor posición que las partes para alcanzar la verdad. A esta consideración se agrega que —en nuestro país— el tribunal está integrado, exclusivamente, por jueces permanentes y profesionales, esto es, por personas que se ocupan profesionalmente de estos menesteres y que han sido entrenadas en un saber específico: el saber jurídico.

El primer modelo asume que hay diferentes maneras de presentar, apreciar o evaluar las circunstancias de hecho y los principios normativos aplicables a cada caso y que hay dos partes con intereses diferentes. Esas partes actúan como representantes de un interés que configura una interpretación determinada del caso. El interés por la persecución penal es considerado un interés más, como la expresión de ciertos valores, y al mismo tiempo, es equiparado —puesto al mismo nivel— al interés individual que resiste la persecución estatal.

En la lucha por la construcción de la verdad que tiene lugar en el proceso penal estadounidense cada parte ofrece la prueba como propia. Existen los testigos de la acusación y los testigos de la defensa. Hay dos partes que pugnan por la construcción de la verdad que servirá de fundamento a la decisión del caso. No sólo se trata de una pugna cuyo fin busca la mejor manera de establecer frente al juzgador la verdad jurídica posible, sino que, además, el mismo método tiene como fundamento un concepto de verdad fundamentalmente comprensivo de los intereses que intentan configurarla.

Se podría sostener que esta configuración del procedimiento se debe a la necesidad de dar entrada a otros valores de rango superior o similar a la averiguación de la verdad. El derecho de contrainterrogar a los testigos de la otra parte se podría considerar, para el imputado, una consecuencia del derecho de defensa, y no un problema conceptual sobre el método para alcanzar la verdad jurídica. Pero el derecho existe para ambas partes y no sólo para el defensor. Los estadounidenses consideran este derecho como una de las facultades básicas que deben tener ambas partes para que el procedimiento pueda servir a su fin: la averiguación de la verdad.

Es cierto que las garantías que operan en el ámbito de la persecución penal constituyen límites al interés que la actividad del fiscal y la policía representan en su misión de exposición y construcción de la verdad interesada en la persecución penal. Sin embargo, al reconocer que las dos partes se enfrentan con una actividad expresiva de intereses concretos y opuestos en la solución del caso, y que este es el mejor modo de estructurar la participación de los actores para la búsqueda de la verdad que se construirá judicialmente, las garantías procesales no representan sólo aquellos otros valores que deben ser considerados, sino que, también, son un presupuesto básico del sistema de construcción de la verdad que requiere de la actividad de las partes. La limitación, entonces, no existe únicamente para relativizar la necesidad de averiguar la verdad sino, precisamente, para estructurar un método que permitirá construirla a través de la actividad de las partes.

Cuando el fiscal estadounidense, en el curso de la investigación preparatoria para el juicio, obtiene prueba que puede beneficiar al imputado, no tiene la obligación de producir esta prueba en el juicio. Pero la jurisprudencia ha establecido que el fiscal debe notificar al defensor sobre la existencia de esta prueba si no desea correr el riesgo de anulación de la eventual condena [nota 4]. La decisión jurisprudencial entiende, simplemente, que no puede existir una persecución "objetiva" por parte de quien es, precisamente, encargado de perseguir. En cambio, envía una señal clara al fiscal, como mecanismo preventivo: si oculta ese tipo de prueba, la condena puede ser revocada, porque se impidió al imputado presentar el caso del modo más conveniente para él. Pero lo más importante que la decisión expresa es que no puede imponerse al fiscal una tarea imposible: no puede esperarse que quien representa al interés persecutorio actúe objetivamente, de modo neutral, tratando de conciliar ese interés con el del imputado que resiste la imputación [nota 5].

El procedimiento regula la actividad de dos partes que, representando intereses contrapuestos, intentan obtener una construcción de la verdad acorde con esos intereses. Ambas partes, por ser tales, están interesadas en la solución del caso y deben ser controladas. El tribunal y el jurado no participan en la actividad que pretende formular una interpretación determinada de la verdad jurídica aplicable al caso.

El jurado presencia la producción de la prueba, escucha los alegatos y recibe las instrucciones del juez respecto de los cargos y el derecho aplicable. Discute, luego, en secreto y no da razones sobre su veredicto. La imposibilidad de controlar su veredicto unida al significado político de la participación ciudadana en asuntos penales explica el poder del jurado de no aplicar la ley en el caso concreto —nullification—, aun en aquellos casos en los cuales la prueba, según criterios continentales tradicionales, indica de modo manifiesto la responsabilidad del acusado .

III. El procedimiento federal argentino

Pasemos, ahora sí, al procedimiento vernáculo. El sistema prevé que un juez de instrucción desarrolle una investigación, considerada imparcial y objetiva, sobre un hecho eventualmente punible. Este personaje lleva adelante la pesquisa y decide la situación de los posibles responsables.

El fiscal, luego de requerir que se investigue el hecho —requerimiento que se limita al hecho y no a los imputados—, habilita a este buen señor, paradigma de la aplicación imparcial de la ley, a perseguir a quienes considere involucrados. El diseño federal, al conceder la suma de las facultades persecutorias al tribunal —de modo mucho más acentuado durante la instrucción, pero también durante el debate y su preparación—, convierte al fiscal en una figura secundaria.
El modelo federal, como otro modelo posible, adopta un esquema que construye la verdad de un modo diferente a la del ejemplo estadounidense.

Las decisiones estarán a cargo de personas especialmente entrenadas en el campo del saber jurídico. Para alcanzar la verdad jurídica que resuelve el caso, el prisma de la formación difundida en las facultades de derecho resultará imprescindible: la verdad sólo puede alcanzada por los iniciados. Esta sola circunstancia ya indica que aquí la verdad se construye de un modo diferente. Pero esta no es la única señal, la actividad de los intervinientes agrega diferencias respecto del modelo anterior.

La posición activa del tribunal, a cargo de la representación de intereses contradictorios —persecutorios y defensistas, con el triunfo inevitable de los primeros—, permite afirmar que la verdad puede ser definida de una sola manera, en términos supuestamente neutrales [nota 6]. Se parte de la negación de los diversos intereses que intervienen en el proceso de construcción de la verdad judicial.

Si el tribunal puede reemplazar al fiscal, o en otras ocasiones, colaborar con él, es, entre otros motivos, por el deber objetivo que pesa sobre el fiscal. Si aceptamos la ficción que postula que el fiscal, interesado en la persecución, puede obrar objetivamente, con mucha más razón esta tarea puede resultar posible para el tribunal y, por ello, no parece irrazonable que este último ejerza funciones investigativas y requirentes. Y si afirmamos que quien investiga y persigue no puede ser imparcial para decidir situaciones tales como el procesamiento o la detención preventiva, no por una cuestión personal sino por su posición investigativa y persecutoria, la afirmación es rechazada porque se trata de jueces, personas que, especialmente según la particular cultura jurídica porteña, son imparciales por definición.

Respecto a este tipo de cuestiones, el sistema de jurados clásico presenta la gran ventaja de que permite una discusión franca sobre las normas que regulan la producción de la prueba y sobre la admisibilidad de la prueba en el caso.

La información sobre los antecedentes del imputado, como regla, no resulta admisible en un juicio penal estadounidense, porque se presume que esta información puede desviar la atención del jurado a una cuestión que no tiene relación alguna con la imputación [nota 7]. Si argumentamos sobre el peligro de la introducción de estos dato, no ofenderemos a ningún miembro del tribunal si argumentamos sobre el peligro que genera la introducción de estos datos. La regla trata de evitar que los jurados supongan —como muchos de nosotros, jueces o no, legos o abogados— que porque el imputado una vez cometió un delito, esta vez también lo ha hecho, cuando la condena, por un principio normativo, debe fundarse exclusivamente en la prueba producida en el juicio y referida al hecho objeto de la imputación.

Sin embargo, resulta difícil, sino imposible, que los adeptos a la cultura inquisitiva comprendan que, por jueces que sean, el conocimiento de los antecedentes del imputado o, para agregar otro ejemplo, del expediente resultado de la instrucción, influye, necesariamente, sobre su percepción del caso [nota 8].

El modelo federal descansa sobre una piedra basal: un concepto de verdad objetiva. Se asume que la determinación del hecho y —más insólito aún— la interpretación de datos fácticos a la luz de principios normativos de los que resultan inescindibles, es una apreciación objetiva, realizada de modo aséptico. Se justifica la realización de una tarea imposible: la construcción judicial de una verdad desinteresada, en ejercicio de una actividad investigativa, requirente y decisoria que obliga a la representación de intereses contradictorios. Mientras todo el ordenamiento jurídico reconoce como uno de sus principios generales la imposibilidad de que un sujeto represente intereses de partes que se hallen en conflicto, este principio es ignorado completamente por ciertos sujetos —los jueces penales— llamados a decidir sobre cuestiones relativas a la aplicación del castigo.

Todo el procedimiento federal es el reflejo de esta creencia. El papel procesal del fiscal y las funciones del juez de instrucción y del tribunal de juicio, no son más que la expresión clara y detallada de esta noción de que resulta posible, a través del procedimiento penal, que estos actores construyan objetivamente la verdad condenatoria del acusado.

El procedimiento inquisitivo histórico estuvo informado por este particular método de construcción de la verdad judicial. Cuando el inquisidor negaba la defensa del imputado, no negaba un derecho, sino que utilizaba el único método que creía posible para averiguar la verdad. La actividad defensiva, formulada la hipótesis persecutoria, sólo podía actuar como impedimento de la verificación de esa hipótesis. Iniciada la persecución, la hipótesis originaria se alimentaba a sí misma y, al mismo tiempo, orientaba la actividad destinada a su confirmación.

Hoy la noción de delito, definida en términos de infracción de una norma estatal, reemplaza a la vieja idea de pecado. Sin embargo, así como antes el inquisidor era el único funcionario idóneo para alcanzar la verdad, hoy son los jueces los constructores exclusivos de la verdad judicial. El ilícito penal continúa fundándose en el quebrantamiento de una norma antes que en la producción concreta de un daño a un tercero.

La intervención del imputado sigue reflejando la desconfianza hacia su versión de los hechos una vez que un miembro del poder judicial decide que él puede ser culpable. Un buen ejemplo de esta concepción es la declaración indagatoria. El imputado no puede ver el expediente antes de su declaración, sólo tiene derecho a confiar en la versión del caso que le brinda el juez de instrucción, que es, precisamente, quien lo está persiguiendo.

IV. Las palabras de la ley

El lenguaje del texto legal ayuda a comprender los presupuestos del modelo. Cuando el juez de instrucción cita al imputado no lo escucha, lo "indaga". La carga de sospecha del término sugiere el valor que se dará a sus explicaciones. La construcción de la verdad condenatoria se realiza por etapas sucesivas que agregan porciones de culpabilidad, del mismo modo que en el procedimiento inquisitivo histórico.

El término "imputado", a su vez, diluye a la figura del acusador y destaca la existencia de una imputación, de la atribución de un hecho. La persecución se objetiviza, se dirige a la discusión sobre un hecho, y desaparece la atención sobre quien realiza la persecución. La objetivación, paradójicamente, viene acompañada por un proceso de subjetivización. Así, el término "imputado" trae consigo un aspecto objetivo —el hecho supuestamente cometido— y, además, un aspecto subjetivo que apunta directamente hacia la persona perseguida penalmente. Sólo permanecen, en la escena del procedimiento, dos elementos: el hecho —el delito, estereotipo del disvalor— y la persona sometida a persecución.

En el ámbito estadounidense, las palabras también brindan señales significativas. El equivalente al "imputado" es el "defendant": quien se defiende. Una causa federal se llamará, por ejemplo, "United States versus Smith". La idea de oposición de intereses es inequívoca; también lo es la identificación de los enfrentados . Quien se defiende, lo hace porque está siendo atacado, agredido. La expresión no destaca la realización de un hecho sino que la circunstancia inequívoca de que alguien persigue (se opone) a quien se defiende. Se relativiza el hecho y, consecuentemente, la posibilidad de la construcción objetiva de la imputación. El conflicto de intereses, las pretensiones opuestas, son el centro de atención en el ámbito del proceso. Por otra parte, en este escenario el juzgador sólo se ve obligado a formular una hipótesis sobre la cuestión que debe decidir luego de que ambas partes completan toda su actividad probatoria y argumentativa. Cada interviniente tiene clara su función; la verdad condenatoria no se asume, debe ser construida a través de la actividad "dialógica" de las partes, y decidida por quienes entran en contacto con el caso sólo cuando comienza el juicio.

Nuestro procedimiento, en cambio, representa una suma de pasos y etapas tendientes a confirmar la hipótesis persecutoria original. Su modelo de construcción de la verdad orienta la actividad que, de modo circular y tautológico —como señala Ferrajoli— conduce a la confirmación y autojustificación del proceso iniciado.

Si el procedimiento anglo-sajón —efectivamente contradictorio— significa un diálogo entre las partes, el procedimiento federal podría, en ciertos casos, ser definido como un monólogo del tribunal inquisidor —aun cuando en muchos casos el procedimiento no será un monólogo, también es cierto que con seguridad no parecerá un diálogo—.

V. La confesión

Las reglas referidas a la declaración del imputado representan, en ambos sistemas, un buen indicio de sus presupuestos valorativos. Veamos, primero, cómo funciona el juramento de decir verdad del imputado en el proceso de los EE.UU.

Iniciada la persecución formal, el juez describe al imputado el hecho que el fiscal le atribuye y le pregunta cómo se declara. La pregunta, que no es un pedido de explicaciones, sólo significa, aproximadamente: "¿cómo reacciona usted frente a la imputación?". Las únicas respuestas posibles son: "me considero culpable", con lo cual se evita la realización del juicio y se avanza sin escalas a la etapa siguiente, la audiencia de determinación de la pena; o "me considero no culpable", con lo cual el fiscal, para lograr una condena, debe probar la imputación en el juicio.
En ningún momento, durante el juicio, el imputado recibe preguntas o pedidos de explicación; él puede decidir si declara o no lo hace. El fiscal y el defensor abren el juicio con un breve alegato sobre el caso y, a continuación, el fiscal debe presentar toda la prueba que intenta verificar la imputación. El defensor recién interviene cuando el fiscal termina, y puede introducir prueba o no hacerlo, si considera que la prueba de cargo no alcanza para un veredicto condenatorio. Si produce prueba, el imputado puede declarar, pero lo hará bajo juramento.

La pregunta del juez, al principio del procedimiento, no es un interrogatorio al imputado, sino sólo una pregunta sobre la actitud del imputado frente a la imputación, para determinar si la resistirá (en el juicio) o prefiere no hacerlo. La última opción es posible a través de un guilty plea (reconocimiento formal de su responsabilidad penal). El significado y la función de este acto procesal se aprecia más precisamente cuando el imputado, a través de un plea de nolo contendere, acepta la imposición de la pena y, a la vez, rechaza su responsabilidad personal por el hecho [nota 9].

En cuanto al juicio, el imputado es considerado un testigo más y, como tal, sometido al mismo juramento. Él declara del mismo modo que un testigo del fiscal y su testimonio es considerado, en abstracto, en términos idénticos. Por otra parte, nadie lo interroga ni le pide explicaciones, y su decisión de no declarar no puede ser mencionada frente al jurado; tampoco manifiesta expresamente su decisión de no declarar en ejercicio de sus derechos. Aun cuando el jurado conoce la decisión del imputado de no declarar, es posible que ella sea considerada como una decisión estratégica más del defensor, especialmente si el caso indica —como es usual— que las partes sólo seleccionaron las pruebas más importantes.

Más importante aun es el momento en el cual el imputado toma su decisión. Él decide si declara despúes de que el fiscal presentó el caso, es decir, sólo después de que esta hipótesis ha sido demostrada en cierta medida, y no antes.

En nuestro procedimiento, cada vez que se interroga al imputado, se pide alguna explicación sobre la imputación. Pedir explicaciones supone, necesariamente, asumir que la imputación puede ser cierta o, también, que tiene algo de cierta. En el debate, antes de que el fiscal haya demostrado nada, el juzgador pide explicaciones al imputado. La pregunta, previa a toda actividad probatoria, supone, hasta cierto punto, la responsabilidad del imputado. Las reglas sobre declaración de varios imputados indican la misma suposición: sin presumir su culpabilidad, no tiene sentido excluir de la audiencia a aquellos que declaran últimos. Por otra parte, las reglas sobre el orden de producción de la prueba —del proceso y no de las partes—, no sólo admiten que el orden sea dispuesto por el tribunal, sino también que se produzca prueba exculpatoria antes de introducir prueba incriminatoria. Antes de incorporar prueba condenatoria que indique, al menos en cierta medida, la responsabilidad del imputado no tiene sentido —a menos que asumamos la responsabilidad del imputado— producir prueba que lo desincrimina, y mucho menos aún cuando se supone que la regla de inocencia anticipada deposita el onus probandi en la parte acusadora.

VI. Para acabar

Las cuestiones tratadas, aunque escasas, sirven para sugerir y destacar algunos de los presupuestos que fundan cada uno de los modelos.

En el modelo estadounidense las facultades de los intervinientes —fiscal, imputado, tribunal y jurado— están claramente diferenciadas y limitadas, y existe una descentralización del poder decisorio. En nuestro modelo, el tribunal representa la máxima concentración de poder.

La participación de jurados en el primer modelo, por otra parte, produce consecuencias que exceden el sentido político que se puede otorgar a esa participación [nota 10]. Al mismo tiempo, la persecución penal articulada en el proceso reconoce la existencia de intereses diversos y opuestos y, además, que la persecución, como hipótesis interesada en la construcción de la verdad, debe ser diferenciada de la tarea decisoria. El proceso que culmina en la decisión posibilita la consideración de los diversos intereses y, también, la no imposición de consecuencias jurídicas consideradas injustas.

El modelo estadounidense reconoce al imputado como titular de derechos, y lo coloca, al enfrentarlo, en pie de igualdad con su acusador. Nuestro procedimiento, en cambio, coloca al perseguido en una posición difícil. Sus reglas presumen la verdad sobre la imputación en la misma medida en que el procedimiento avanza. El imputado se enfrenta, durante todo el procedimiento, con dos acusadores: el tribunal y el fiscal. La necesidad de averiguar la verdad inclina la balanza en su perjuicio y limita su posibilidad de ejercer efectivamente sus derechos. Él es, en todo caso, una víctima del método de indagación elegido para la construcción de la verdad.

Aunque suene paradójico, no hemos intentado aquí glorificar el procedimiento estadounidense o denostar el propio. El juicio estadounidense no es, hoy, el principal método de atribución de responsabilidad penal en ese país: sólo el 10 % de las condenas son resultado de un juicio [nota 11]. Por otra parte, nuestro procedimiento y nuestra organización judicial, en aras de la obtención de la verdad que pretende alcanzar, establece un método y una distribución de esfuerzos altamente ineficientes para obtener pronunciamientos condenatorios.

Nuestro modelo procesal actúa, para quienes no resultan perseguidos por la ineficiencia del sistema, como garantía [nota 12]. Resulta imposible obtener un alto índice de sentencias condenatorias con un procedimiento tan formalizado y burocrático, aun cuando la participación e iniciativa de los jueces, en tareas persecutorias impropias de su función, se suma a los esfuerzos de los fiscales [nota 14]. A pesar de la voluntad inquisitiva de sus operadores, la ineficiencia del modelo de construcción de la verdad resulta, hasta cierto punto y paradójicamente, un límite a la persecución obligatoria de todos los hechos punibles que dispone el art. 71 de nuestro Código Penal.

Ello no significa que nuestros jueces sean ineficientes o que no estén de acuerdo con la posibilidad de aumentar la capacidad represiva del sistema. Significa, simplemente, que han sido llamados a cumplir una tarea que, debido al texto legal, resulta imposible de cumplir.


NOTAS

Nota 1. Nos referimos a la ausencia del principio de legalidad procesal (contenido, en nuestro derecho, en el CP, 71), a la posibilidad de respuestas no penales aun para los casos en los cuales se intenta dar respuesta a ciertos conflictos a través de la justicia penal —diversion—, a la facultad del fiscal de negociar los cargos que constituirán, finalmente, la imputación formal. Sin embargo, cuando el caso llega a juicio, se debe demostrar ante el jurado la verdad de la imputación formulada por el fiscal; la misma obligación de determinar la verdad de la imputación existe, si bien mucho más limitadamente por el carácter propio de la práctica del plea bargaining, cuando el imputado se declara culpable a través de un guilty plea —con o sin plea bargaining, puesto que, si bien esto es lo que sucede en la gran mayoría de los casos, no todas las declaraciones de culpabilidad implican la existencia de un plea bargaining— antes del juicio. Es un requisito, en el orden federal, que el juez compruebe de algún modo la probabilidad de que sea cierto el hecho que el imputado reconoce como propio. Por otra parte, en este trabajo el análisis comparativo se realiza a partir de los dos modelos de juicios que ambos sistemas regulan, con lo cual deberíamos dejar de lado el sistema de plea bargaining, que permite las condenas sin juicio. Si bien cualquier intento de estudio serio del procedimiento estadounidense debería dedicarse extensamente a la práctica del plea bargaining, por ser este el método a través del cual se resuelven más del 90 % de los casos penales en los EE.UU., en este trabajo nos dedicaremos a analizar ciertos aspectos del juicio de ese país por el significado de sus reglas, que resulta interesante contrastar con las de nuestro procedimiento.

Nota 2. Los estadounidenses no sólo reconocen a su sistema de enjuiciamiento como uno de varios métodos posibles para averiguar la verdad, sino que también afirman que es el mejor. Sin embargo, ello no les impide, como le sucede a los juristas continentales, caer en la confusión de creer que su procedimiento sea el único método posible para averiguar la verdad. En nuestro medio, en cambio, se asume, sin discusión, que el tribunal inquisitivo es la única forma existente de averiguar la verdad, sin reconocer que el mismo objetivo puede alcanzarse a través de otras formas de organización del procedimiento.

Nota 3. La decisión inicial de permitir la persecución penal sólo está en manos de legos, necesariamente, en el sistema federal, pues la Corte Suprema ha establecido que esta garantía no se aplica a los Estados; ver Hurtado v. California (1884).

Nota 4. Las principales decisiones de la Corte Suprema de los EE.UU. que impusieron este deber al fiscal, de avisar al defensor sobre la existencia de prueba exculpatoria, son Mooney v. Holohan, 294 US 103 (1935); Brady v. Maryland, 373 US 83 (1963) y United States v. Agurs, 427 US 97 (1976).

Nota 5. El fiscal sólo debe trasladar la información al defensor. Él se ocupará de valorar ese elemento y determinará le conviene utilizarlo: se respeta el interés del imputado y, al mismo tiempo, se evita el ingreso autoritario al procedimiento de aquello que el estado, sin consulta, considera favorable para el interés de su contraparte.

Nota 6. Sólo intentamos sugerir aquí, sin entrar en mayores desarrollos, que los conceptos de verdad que presuponen ambos modelos de procedimiento son diferentes. El concepto de verdad que sustenta y da forma a ambos modelos de enjuiciamiento sólo coincide en su significante y no en su significado.
No discutimos aquí si es la forma (el procedimiento y sus reglas) la que determina el concepto de verdad de cada modelo o si, por el contrario, es el procedimiento el que resulta determinado por el concepto de verdad que se pretende alcanzar a través de sus reglas.

Nota 7. "Es un principio de larga trayectoria en nuestro derecho que la prueba sobre la comisión anterior de un delito es inadmisible para probar la disposición para cometer delitos, de la cual el jurado pueda inferir que el acusado ha cometido el delito que se le imputa. Dada que esta probabilidad es alta, los tribunales presumen el perjuicio y excluyen las pruebas sobre otros delitos, a menos que ellas resulten admisibles para otros propósitos sustanciales y legítimos...". Drew v. US, 331 F.2d 85, 88 (D.C. Cir. 1988).

Nota 8. Un caso particular de esta situación es el de los jueces correccionales —que instruyen y juzgan—. El código federal también permite, ahora, que quien intervino como camarista confirmando el procesamiento o la prisión preventiva del imputado durante la instrucción integre el tribunal de juicio. Frente a estas violaciones groseras a la garantía de imparcialidad, resulta una sutileza cuestionar las tareas del tribunal de juicio durante la preparación del debate o sus facultades inquisitivas ya en el debate.

Nota 9. La manera usual de declararse culpable es a través de un guilty plea. Pero en ocasiones, el imputado usa el plea de nolo contendere, que, generalmente, no acarrea el reconocimiento de la responsabilidad civil por el hecho.

Nota 10. Toda la estructura del juicio está condicionada por el jurado. La necesidad de que toda la actividad probatoria se realice durante el juicio, el contenido de las reglas sobre la actividad probatoria, el lenguaje comprensible utilizado por abogados y peritos, son, entre otras, consecuencias de la presencia y función del jurado. Piénses, por ejemplo, que los jurados ni siquiera se enteran de la existencia de prueba que ha sido declarada inadmisible, a diferencia de nuestros jueces.

Nota 11. Alrededor del 90 % de las condenas son el resultado de un guilty plea, principalmente por la práctica de plea bargaining entre fiscal y defensor, es decir, se impone condena sin juicio. Cf. Langbein, John H., Torture and plea-bargaining, en The University of Chicago Law Review, 1978-1979, vol. 46, ps. 3-22.

Nota 12. Sólo como límite cuantitativo al poder de persecución penal efectivo del Estado, aunque es claro que no es este el sentido de las garantías del procedimiento penal.

Nota 14. Esta incapacidad del sistema explica su necesidad de acudir a la "pena de proceso" para regular la imposición de castigo, especialmente a través de la detención preventiva, que se asemeja inconfundiblemente a la vieja "pena de sospecha" de la Inquisición.

sábado, 22 de noviembre de 2008

La justicia militar y el juzgamiento de civiles*

Por Alberto Bovino**

I. Introducción

I. El tema que nos ocupa es el de la posibilidad de que personas civiles, que no gozan de estado jurídico militar como integrantes de las fuerzas armadas del Estado, resulten sometidas en tiempos de paz, o en situaciones de conflicto armado interno, a ciertos “tribunales” especiales, denominados militares, para la decisión acerca de la eventual imposición de una sanción jurídica de carácter penal (pena o medida de seguridad). Con las expresiones “tribunales militares”, “justicia militar” y “jurisdicción militar” hacemos referencia a la organización tradicional de la administración de justicia penal militar, integrada por órganos administrativos que ejercen funciones jurisdiccionales cuyos miembros ostentan la calidad de militares.

Si bien nuestro análisis se centrará esencialmente en los aspectos jurídicos del objeto de este trabajo, su dimensión política debe ser expuesta y considerada, para no caer en un análisis ingenuo del problema generado por el juzgamiento de civiles por parte de tribunales militares.

En este sentido, debemos tener en cuenta la verdadera finalidad perseguida por las autoridades políticas y militares de ciertos países de América Latina a través de la práctica de someter, en tiempos de paz o durante situaciones de conflicto armado interno, a personas civiles acusadas por la comisión de infracciones penales al juzgamiento ante tribunales militares. Debemos considerar, además y especialmente, las consecuencias concretas producidas por esta práctica.

II. La importancia del tema que analizaremos en relación a los derechos humanos ha sido señalada en los siguientes términos:

“El creciente uso de la jurisdicción militar o especial para juzgar delitos comunes y políticos ha sido, sin duda, uno de los problemas de mayor trascendencia en materia de protección de los derechos humanos durante los últimos tiempos” .

Es un hecho que ciertos países de la región han recurrido regularmente al mecanismo de someter a civiles al juzgamiento ante tribunales militares en materia penal, especialmente durante estados de excepción referidos a conflictos internos.

Estas situaciones se han caracterizado, entre otras, por diversas circunstancias:

a) ausencia de sometimiento del poder militar a las autoridades políticas civiles;

b) institucionalización de estados de emergencia y legislaciones extraordinarias;

c) utilización de la jurisdicción militar como arma de represión política; y

d) vulneración grave y sistemática de derechos humanos.

En cuanto a las dos primeras circunstancias, resulta útil el ejemplo del Perú. La nueva Constitución peruana de 1993 no sólo aumentó las facultades del poder ejecutivo respecto de los otros dos poderes del Estado, sino que, además, atribuyó nuevas funciones a las fuerzas armadas e incrementó su protección frente a eventuales controles del poder legislativo. La reforma constitucional tuvo importantes consecuencias. Básicamente, se extendió aún más el poder de las fuerzas armadas respecto de su intervención en el enfrentamiento armado, y se redujo su exposición al control de los cuerpos políticos electivos. También se amplió la competencia de los tribunales militares referida al juzgamiento de civiles acusados de terrorismo y traición a la patria . La situación existente en 1996 fue descripta de esta manera:

“En virtud del estado de emergencia, las autoridades civiles ceden el control de porciones del territorio al Comando Político Militar... Pese a la disminución de la violencia en general, el estado de emergencia y la legislación antiterrorista han subsistido y, virtualmente, se han institucionalizado” .

En diversas oportunidades, las decisiones de órganos internacionales se han ocupado de destacar que la práctica del Estado peruano de recurrir a la jurisdicción militar ha sido utilizada como mecanismo ilegítimo de represión política, y también que ha significado graves y sistemáticas violaciones a los derechos humanos. Las terribles consecuencias producidas por las disposiciones antiterroristas del ordenamiento jurídico peruano no sólo alcanzaron a los integrantes de los grupos rebeldes, sino también a muchísimas personas completamente ajenas al enfrentamiento armado. La Comisión Interamericana ha señalado haber recibido “numerosas denuncias en el sentido que la Ley de Arrepentimiento se utiliza... para acusar a personas inocentes que con frecuencia son declaradas culpables...” .

La misma situación respecto a los derechos humanos y a la perpetuación del estado de emergencia ha sido señalada para El Salvador:

“La justicia militar en El Salvador ha sido, en su aplicación, durante los casi permanentes estados de excepción de las décadas pasadas, una de las herramientas que facilitó la violación sistemática a todas las garantías y derechos judiciales y procesales, ya que los delitos cometidos por particulares contra la personalidad jurídica del Estado eran del conocimiento de la jurisdicción militar” .

Una experiencia similar tuvo lugar en Europa. Hasta los años sesenta, la amplísima competencia atribuida en España a los tribunales militares en materia penal comprendía el juzgamiento de delitos políticos. En este contexto, “los Tribunales militares fueron utilizados a menudo para llevar a cabo misiones en nada acordes con su naturaleza. El repliegue introspectivo de los militares en los asuntos políticos patrios, por falta de auténticos objetivos profesionales y la tentación de intervenir por la fuerza en la vida política trastocaban la posición de los ejércitos en la vida nacional, convertidos en valedores de cualquier régimen político que se deseara implantar en España” .

El texto completo aquí.

II. Las opciones en el derecho comparado de América Latina

I. La cuestión ha sido regulada, al menos, de tres maneras diferentes. En primer lugar se hallan aquellos países que, a pesar de que establecen la jurisdicción militar, imponen una prohibición absoluta para que personas civiles sean sometidas a ella. Tal es el caso, por ejemplo, de Guatemala, cuya Constitución Política prevé, en su artículo 219:

"Tribunales Militares. Los tribunales militares conocerán de los delitos o faltas cometidos por los integrantes del Ejército de Guatemala.
Ningún civil podrá ser juzgado por tribunales militares".

Esta solución, como veremos, es la más tuitiva de los derechos de las personas y la más acorde a las exigencias del derecho internacional. El problema de los tribunales militares se limita, en estos casos, a las dificultades que podrían derivar del juzgamiento de personas que ostentan el estado militar —sea que se trate de delitos esencialmente militares o de delitos comunes—, sin alcanzar a los civiles en ningún caso. Por otra parte, se debe considerar que la misma solución rige, en principio, para los países cuyas constituciones no contienen referencias a la justicia militar —como sucede con Argentina— o, también, para aquellos que la establecen y, sin embargo, no autorizan expresamente a sus tribunales a juzgar civiles.

II. En segundo término tenemos a los países que admiten el sometimiento de civiles a la jurisdicción militar en casos excepcionales. “Los autores de la Constitución del Perú de 1979 expresamente contemplaron este esquema cuando prohibieron el juzgamiento de civiles por tribunales militares con dos restringidas excepciones” (art. 235), una sola de las cuales se refería a tiempos de paz: evasión del servicio militar . Esta solución podría presentar problemas, pero dichos problemas se limitarían al restringido ámbito expresamente autorizado a los tribunales militares para el juzgamiento de civiles. Indudablemente, este modelo resulta menos idóneo como instrumento para poner en práctica una política de persecución represiva intolerable de personas ajenas a la institución militar, de significativa magnitud, por parte de las fuerzas armadas. Sin embargo, estas excepciones difícilmente puedan ser justificadas y, en consecuencia, deberían recibir el mismo tratamiento que los casos penales comunes: su atribución a tribunales ordinarios no militares que aplican el procedimiento penal común.

III. Por último, están aquellos países que disponen el juzgamiento de civiles ante la justicia militar de manera más amplia y en relación, especialmente, a delitos de naturaleza política. El juzgamiento militar del delito de terrorismo es el paradigma de este modelo. Esta opción suele ser utilizada ante la existencia de conflictos armados internos. La Constitución Política del Perú de 1993, en su art. 173, establece la jurisdicción de los tribunales militares sobre los delitos de terrorismo y traición a la patria cometidos por civiles, aun en tiempos de paz . Es este modelo el que genera mayores dificultades para lograr el respeto y vigencia efectivos de los derechos fundamentales de las personas y que, además, produce en su aplicación práctica el más alto grado de violaciones al derecho internacional de los derechos humanos.

III. Exigencias internacionales en tiempos de paz y en casos de enfrentamiento armado interno

I. En tiempos de paz, todas las personas gozan, en general, del derecho a un juicio justo ante un tribunal competente, independiente e imparcial establecido por la ley frente a una imputación de carácter penal (Declaración Universal de Derechos Humanos, art. 10; Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, art. XXVI), en el cual se deben respetar determinadas garantías (Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos , art. 14; Convención Americana sobre Derechos Humanos , art. 8). Este derecho surge en la medida en que exista “cualquier acusación penal formulada contra” una persona (CADH, art. 8), es decir que el derecho se torna operativo y exigible en el preciso momento en que surge la imputación de un hecho punible contra una persona determinada.

Ello implica que en tiempos de paz, sin importar la naturaleza del delito, toda persona sometida a persecución penal goza del derecho a las garantías judiciales, propias de un juicio justo, contenidas y desarrolladas en los instrumentos internacionales citados. En consecuencia, un civil sólo podrá ser juzgado por la comisión de un delito, de modo legítimo, ante los tribunales penales ordinarios competentes.

II. En casos de enfrentamiento armado interno (no internacional), rige el art. 3 común a los cuatro Convenios de Ginebra. La aplicación de esta norma depende de la presencia de un conflicto bélico en el interior de las fronteras de un Estado. Es importante tener en cuenta que la existencia de tal conflicto no depende de un reconocimiento, tácito o expreso, de las partes: “la pregunta, que es esencialmente fáctica u objetiva por naturaleza, es si el nivel de violencia corresponde al establecido en el art. 3... en cuyo caso lo allí previsto se aplicaría automáticamente al conflicto armado” . La misma idea ha sido expresada por una Comisión de Expertos convocada por la Cruz Roja: “La existencia de un conflicto armado es innegable, en el sentido del artículo 3, si las acciones hostiles contra un gobierno legítimo asumen carácter colectivo y un mínimo de organización” .

El artículo 3, que se aplica en “caso de conflicto armado que no sea de índole internacional” , dispone, respecto de las “personas que no participen directamente en las hostilidades, incluidos los miembros de las fuerzas armadas que hayan depuesto las armas y las personas puestas fuera de combate por enfermedad, herida, detención o cualquier otra causa...”, la obligación de que sean tratadas con humanidad y de manera no discriminatoria, y la prohibición, que rige en cualquier tiempo y lugar, de que sean condenadas o ejecutadas sin “previo juicio ante tribunal legítimamente constituido, con garantías judiciales reconocidas como indispensables por los pueblos civilizados”.

El propósito del art. 3, única disposición de los Convenios de Ginebra aplicable a conflictos internos, consiste en establecer ciertos parámetros mínimos, que deben ser respetados durante este tipo de situaciones, para la protección de personas que no intervienen en el enfrentamiento armado, o que han dejado de intervenir en él. Si el Estado pretende castigar a estas personas por la comisión de hechos delictivos puede hacerlo, pero sus procedimientos “deben ser conducidos, sin excepción, en consonancia con las reglas no derogables establecidas en el artículo 3 común a los Convenios de Ginebra y otras normas aplicables” .

III. La existencia de una situación de emergencia en un Estado parte de la CADH —motivado o no en un conflicto armado interno—, por otra parte, comprende exigencias adicionales según el sistema regional. En este sentido, ha dicho la Corte Interamericana claramente que el estado de emergencia no permite suspender las garantías judiciales que protegen derechos no sujetos a suspensión (CADH, art. 27, nº 2), definidas como “aquellos procedimientos judiciales que ordinariamente son idóneos para garantizar” el ejercicio pleno de tales derechos y libertades. También ha subrayado que el carácter judicial de estos medios “implica la intervención de un órgano judicial independiente e imparcial, apto para determinar la legalidad de las actuaciones... del estado de excepción” . La Corte agregó que “los principios del debido proceso legal no pueden suspenderse con motivos de las situaciones de excepción en cuanto constituyen condiciones necesarias” de las garantías judiciales del art. 8 .

En consecuencia, durante los estados de emergencia rigen, respecto a los civiles, las mismas condiciones que para los tiempos de paz. En este marco, el derecho a juicio previo contenido en el art. 3 común de los Convenios de Ginebra, garantía judicial que no puede ser suspendida en casos de conflicto armado interno, exige la aplicación del art. 8 de la Convención Americana a todo proceso penal que se realice durante el conflicto armado respecto de quienes no intervengan en el enfrentamiento o hayan dejado de hacerlo. Esta interpretación ha sido reafirmada por la Comisión, pues ésta concluyó, frente a una situación de estas características, que el derecho a un juicio previo ante un tribunal imparcial con las debidas garantías en casos de delitos de terrorismo era un derecho no sujeto a suspensión durante los estados de emergencia.

En 1993, la Comisión señaló:

“El Decreto Ley 25659, que regula el delito de traición a la Patria, dispone que las personas acusadas de ese delito serán juzgadas por jueces militares. Al hacer extensiva la jurisdicción militar a los civiles, la norma se encuentra en abierta contradicción con el debido respeto a las garantías de la administración de justicia y el derecho a ser juzgado por el juez natural y competente, que garantizan los artículos 8 y 25 de la Convención Americana. El fuero militar es una instancia especial exclusivamente funcional destinada a mantener la disciplina de las Fuerzas Armadas y de las Fuerzas de Seguridad y debe ser, por consiguiente, aplicable exclusivamente a las personas que integran dichas fuerzas” .

Tres años más tarde, ante el mantenimiento del estado y la legislación de emergencia, la Comisión recomendó al gobierno peruano “que el conjunto de la legislación antiterrorista y las normas concordantes con éstas se adecuen a la Convención Americana. En esta materia —aclaró la Comisión— debe darse pleno cumplimiento a la Convención Americana que regula las situaciones de emergencia en lo relativo al respeto absoluto de los derechos cuyo ejercicio no es suspensible, y a las garantías indispensables para la protección de tales derechos” .

IV. Sin embargo, la Corte Interamericana ha sostenido una posición más conservadora. Respecto a la garantía judicial protectora de la libertad no suspendible durante estados de excepción, la Corte ha dicho:

“Si bien es cierto que la libertad personal no está incluida expresamente entre aquellos derechos cuya suspensión no se autoriza en ningún caso, también lo es que la Corte ha expresado que
‘los procedimientos de hábeas corpus y de amparo son de aquellas garantías judiciales indispensables para la protección de varios derechos cuya suspensión está vedada por el Artículo 27.2 y sirven, además, para preservar la legalidad en una sociedad democrática...’” .

En opinión de la Corte, entonces, la garantía que no puede ser suspendida en ningún caso, respecto al derecho a la libertad personal, es la acción de habeas corpus, y no el juicio ante un tribunal judicial. En el caso sometido a su decisión, la víctima, a pesar de ser civil, había sido acusada por el delito de traición a la patria ante tribunales militares, y según un procedimiento en el cual no contaba con la facultad jurídica de presentar una acción de habeas corpus ante los tribunales civiles . Dado que la Corte considera que esa acción de garantía no puede ser suspendida ni siquiera en estados de emergencia, concluyó que la imposibilidad de ejercer la acción de habeas corpus hizo responsable al Estado peruano por la violación del “derecho a la libertad personal y el derecho a la protección judicial, establecidos respectivamente en los artículos 7 y 25 de la Convención Americana” .

La exigencia impuesta por la Convención Americana que la Corte reconoce en estados de emergencia, entonces, no descalifica per se la intervención de tribunales militares administrativos en el juzgamiento de civiles, a diferencia de la doctrina establecida por la Comisión. Ahora bien, la Corte sólo reconoce la legitimidad de estos tribunales especiales en la medida en que ellos respeten las exigencias de independencia, imparcialidad, y los demás elementos del debido proceso contenidos en el art. 8 de la Convención. En el caso peruano citado, sin embargo, la Corte recurrió a argumentos más que cuestionables para disponer “que [era] innecesario pronunciarse”, para la decisión del caso, sobre el hecho de si los tribunales militares cumplían con los requisitos del debido proceso .

Sin embargo, resulta esencial señalar que “está emergiendo un consenso internacional sobre la necesidad de restringir drásticamente, si no prohibir, el ejercicio de la jurisdicción militar sobre civiles en general, y especialmente, durante situaciones de emergencia” . La referencia particular a las situaciones de emergencia se explica al tener en cuenta que es en ese tipo de situaciones donde la intervención de la justicia militar produce resultados más graves. Se cita como expresión de esta tendencia internacional, entre otros instrumentos, los Principios básicos de las Naciones Unidas relativos a la independencia de la judicatura (principios 3 y 5) , los influyentes Estándares mínimos de París sobre normas de Derechos Humanos en estado de emergencia (art. 16, nº 4) , y el Proyecto de Declaración de las Naciones Unidas sobre la Independencia de la Justicia .

IV. Algunas razones que justifican la prohibición absoluta del juzgamiento de civiles ante tribunales militares

I. Ya hemos enunciado brevemente las graves consecuencias que en los países de nuestra región han derivado, como regla, de la práctica de someter a civiles acusados de haber cometido infracciones penales al juzgamiento de tribunales militares. Dichas consecuencias se han caracterizado por la utilización de la justicia militar como arma de represión política y, también, por la implementación de prácticas sistemáticas de graves violaciones a los derechos humanos. Los terribles resultados de estas experiencias, derivados directamente de la intervención de la justicia militar en el juzgamiento de civiles, deben ser evitados. Para ello, se torna imprescindible adoptar una regla clara que impida de manera absoluta la atribución de competencia a tribunales militares en casos de delitos especiales o comunes cometidos por civiles.

La solución ideal, en este sentido, es la adoptada por la Constitución Política de Guatemala, que establece claramente la regla de que “Ningún civil podrá ser juzgado por tribunales militares” (art. 219, párr. II). Conforme a este principio, los civiles no pueden ser sometidos a la jurisdicción militar ni siquiera en aquellos casos de delitos comprendidos en la legislación penal militar —v. gr., espionaje militar, atentado contra destacamentos militares, evasión del servicio militar—, y mucho menos si se trata de delitos comunes. Se debe interpretar que la misma prohibición absoluta rige en los países cuyas constituciones no contienen referencia alguna a la justicia militar y, también, en aquellos que establecen tribunales militares y, sin embargo, no autorizan expresamente el juzgamiento de civiles por parte de dichos tribunales. Ello pues, a falta de otra solución expresa, el juzgamiento de infracciones penales cometidas por civiles corresponde a los tribunales criminales ordinarios, pertenecientes al poder judicial.

Esta solución, por otro lado, se funda en la necesidad de someter de modo efectivo el poder militar a las autoridades políticas civiles. Sólo en este marco resulta posible evitar la reiteración de las terribles consecuencias producidas por la intervención de órganos militares en la aplicación de sanciones penales a personas civiles. Éste fue el sentido, por ejemplo, de la reforma constitucional española de 1978: “Se pretendía, en resumidas cuentas, garantizar la plena supremacía del poder civil sobre los militares y la Constitución era el principal instrumento para lograrlo” . Sólo así, además, resulta posible dotar de legitimidad democrática a las acciones de las fuerzas armadas en un Estado de derecho.

II. Otra circunstancia que funda la decisión de establecer una prohibición absoluta del juzgamiento de civiles por tribunales militares se vincula con ciertas principios propios de la jurisdicción militar.

Un principio esencial de la jurisdicción militar consiste en su carácter excepcional. La justicia militar, estructurada sobre presupuestos completamente diferentes a los de la justicia ordinaria —se debe recordar que los presupuestos de esta última expresan los principios fundamentales del Estado de derecho— reviste naturaleza excepcional. Su excepcionalidad determina el ámbito de intervención restringido, delimitado estrictamente por el fundamento de su existencia, y los fines legítimos que debe perseguir. En consecuencia, la jurisdicción militar debe resultar competente en la menor cantidad de casos posibles y, además, debe ocuparse exclusivamente de cierto grupo de supuestos, definidos precisa y taxativamente por el ordenamiento jurídico.
La nueva Constitución de El Salvador, por ejemplo, establece expresamente el carácter excepcional de la jurisdicción militar en los siguientes términos:

“Art. 216. Se establece la jurisdicción militar. Para el juzgamiento de delitos y faltas puramente militares habrá procedimientos y tribunales especiales de conformidad con la ley. La jurisdicción militar, como régimen excepcional respecto de la unidad de la justicia, se reducirá al conocimiento de los delitos y faltas de servicio puramente militares, entendiéndose por tales los que afectan de modo exclusivamente un interés jurídico estrictamente militar”.

La imposibilidad del juzgamiento de civiles, según esta disposición, no sólo surge del principio de excepcionalidad de la justicia militar, sino también de su aplicación limitada a “delitos y faltas de servicio puramente militares”. Los civiles no podrían de ningún modo cometer delitos o faltas propias del servicio de la actividad militar y, en consecuencia, quedan excluidos absolutamente de la jurisdicción militar.

En España también se reconoce la naturaleza excepcional del fuero militar regulado en el texto constitucional. Este carácter excepcional se desprende de la firme y reiterada jurisprudencia del Tribunal Supremo español que tiende a “constreñir o reducir al máximo la competencia de los órganos judiciales militares a la materia penal que no pueda tener otro tratamiento que el castrense” . La regulación constitucional española de la jurisdicción militar y su interpretación jurisprudencial ha conducido al uso de expresiones como la de “jurisdicción residual” o “jurisdicción prácticamente excepcionalísima” .

El carácter excepcional de la jurisdicción militar en aquellas constituciones que no la regulan expresamente, por su parte, deriva del hecho de que, en este contexto, esta jurisdicción especial representa, precisamente, una excepción a los principios generales que estructuran los rasgos básicos de la administración de justicia penal ordinaria.

III. El segundo principio propio de la jurisdicción militar que impide el juzgamiento de civiles se vincula con el fundamento que se reconoce regularmente como justificación de su existencia . Este fundamento no sólo otorga legitimidad a la existencia de la jurisdicción militar sino que, además, determina el contenido y alcance del ámbito excepcional de intervención de los tribunales militares.

En este sentido, se indica que si bien “la justificación de los Tribunales militares se encuentra en una exigencia técnica de especialización en relación con la materia atribuida a su competencia... su razón de ser está en la disciplina como principio inspirador de la organización militar, pues el ordenamiento del Estado permite que el mantenimiento de la disciplina en el Ejército sea confiada a la propia organización militar por medio de órganos propios” . También se destaca que una de las características propias y fundamentales de la justicia militar, la limitación de su competencia al ámbito estrictamente militar, es consecuencia de su fundamento, anclado en el concepto de disciplina .

Se debe destacar especialmente que el fundamento de la existencia de la jurisdicción militar —esto es, de la decisión de excluir el juzgamiento de ciertas infracciones penales de los tribunales ordinarios y atribuirlo a órganos de la propia estructura militar— puede no coincidir de modo necesario con la justificación de la especificidad del derecho penal sustantivo militar, como tampoco con la de la definición de los bienes jurídicos protegidos por las disposiciones penales estrictamente militares. Independientemente de cómo diferenciemos al derecho penal militar sustantivo y de cómo definamos los bienes jurídicos estrictamente militares, la opción referida a los tribunales considerados competentes para el juzgamiento de este tipo de casos es una cuestión completamente distinta.

En este contexto, el carácter excepcional de la jurisdicción militar, cuyo fundamento y fin se vincula con la necesidad de mantener la disciplina en el seno de las fuerzas armadas, implica la imposibilidad de someter a esa jurisdicción a personas que, como los civiles, no tienen relación alguna con la organización militar, y mucho menos con sus necesidades internas de disciplina. En caso contrario, se toleraría la intervención de un fuero excepcional en forma desproporcionada y respecto de casos en los cuales esa intervención no podría ser justificada conforme a los fundamentos y fines que se le atribuyen.

Se debe tener en cuenta, en este punto, que el trato diferenciado que reciben las personas de condición militar por parte de los poderes públicos se justifica por las peculiaridades organizativas de las fuerzas armadas, estructuradas alrededor de la necesidad de imponer la disciplina inherente a ellas, e imprescindible para el cumplimiento de sus fines . Por este motivo, “la situación de los militares no es idéntica a la del resto de los ciudadanos. Los militares... ven limitados el goce de algunos de sus derechos fundamentales...”. La razonabilidad y legitimidad de estas limitaciones, que alcanzan exclusivamente a quienes poseen calidad de militares, “se explica por las altas misiones que la Constitución atribuye a los Ejércitos y para cuyo cumplimiento resulta imprescindible la disciplina” .

Dado que la razonabilidad y legitimidad de este trato diferenciado surge de la particular situación de los militares, de la misión atribuida a las fuerzas armadas y de la necesidad de mantener la disciplina, resulta evidente la inexistencia de razonabilidad y legitimidad en el caso de que se someta a este mismo trato diferenciado a civiles. Ello pues los civiles no se hallan en la misma situación que los militares, ni están vinculados con la misión atribuida a las fuerzas armadas, ni generan necesidad alguna de mantener su disciplina. Someter a los civiles al mismo trato diferenciado de los militares, en consecuencia, constituiría una medida irrazonable e ilegítima.

IV. Estos principios fundamentales de la jurisdicción militar no sólo operan como restricciones a su injerencia en el juzgamiento de civiles. La especial situación de los militares tiene sentido, exclusivamente, en el interior de la vida militar y durante el desarrollo de las actividades de servicio que le son propias. Por esta razón, y teniendo en cuenta siempre el carácter excepcional de la jurisdicción militar, su ámbito de actuación debe limitarse de manera exclusiva a los miembros de las fuerzas armadas en servicio activo. Los presupuestos que, según se afirma, fundamentan la jurisdicción militar sólo existen respecto de los militares en actividad . La situación de los militares retirados, en este sentido, es distinta y, en consecuencia, no existen razones legítimas que justifiquen el sometimiento de personas en esa situación a la justicia militar.

Los principios propios de la jurisdicción militar, entonces, no sólo impiden la intervención de tribunales militares en el juzgamiento de infracciones penales atribuidas a civiles. Estos principios también exigen el mismo tratamiento respecto de imputaciones de carácter penal dirigidas contra miembros de las fuerzas armadas en situación de retiro —o que por cualquier razón no estén en servicio activo—.

Esta solución fue adoptada expresamente por la nueva Constitución de El Salvador, que sólo reconoce la jurisdicción militar para “delitos y faltas de servicio puramente militares” (art. 216). De este modo, el texto, al hacer referencia a infracciones militares “de servicio”, excluye las infracciones de carácter militar cometidas por militares que no se hallan en servicio activo, es decir, por los miembros retirados de las fuerzas armadas. Como consecuencia del contenido del nuevo texto constitucional, el Código de Justicia Militar fue reformado, y la nueva redacción de su artículo 1 dispone que las disposiciones del Código se aplican, exclusivamente, a los miembros de las fuerzas armadas en servicio activo a quienes se impute la comisión de un delito o una falta puramente militar.

La cuestión fue planteada en un caso peruano presentado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Los peticionantes eran todos militares, y algunos de ellos se hallaban en situación de retiro. Por este motivo, se alegó en la petición que los militares retirados se hallaban excluidos del Fuero Privativo Militar y que, por lo tanto, debían haber sido juzgados por el fuero ordinario. El Gobierno peruano justificó el trámite ante la justicia militar en varios artículos del Código de Justicia Militar. La Comisión consideró, sin embargo, que resultaba extremadamente difícil inferir de esas disposiciones la competencia de los tribunales militares para juzgar a los oficiales retirados . Pero el análisis de la Comisión se limitó determinar la legalidad de la atribución de competencia a los tribunales militares, en ese caso concreto, según la legislación interna peruana. La Comisión no se pronunció, en cambio, sobre el tratamiento que debe darse a los militares retirados perseguidos penalmente según las exigencias de la Convención Americana.

V. Obligaciones internacionales y derecho a ser oído por un tribunal

I. Como ya hemos visto, todo civil perseguido penalmente tiene derecho, tanto en tiempos de paz como durante un conflicto armado interno, a las garantías judiciales del art. 8 de la CADH. El art. 8, nº 1, dispone:

“1. Toda persona tiene derecho a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable, por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley, en la sustanciación de cualquier acusación penal formulada contra ella...”.

El mismo artículo 8 establece las demás exigencias previstas para el proceso penal. En consecuencia, toda imputación penal contra civiles debe ser resuelta por órganos pertenecientes al poder judicial, competentes, independientes e imparciales, conforme a las reglas de un procedimiento penal que satisfaga los demás requisitos impuestos por el artículo 8 de la CADH que integran los diversos aspectos del concepto genérico de debido proceso en materia penal. La obligación internacional no pierde vigencia ni siquiera durante los estados de emergencia cuando se trata de una imputación penal atribuida a un civil.

Dado que los “tribunales” militares integrados a la organización militar no forman parte del poder judicial, sobre estos “tribunales” administrativos pesa una prohibición absoluta para intervenir en el juzgamiento penal de civiles en tiempos de paz o durante estados de emergencia. Tal imposibilidad absoluta deriva del carácter no judicial de los órganos que integran la jurisdicción militar tradicional. Según el criterio aplicado por la Comisión Interamericana en diversas ocasiones, resulta suficiente para determinar la ilegitimidad de la intervención de la justicia militar el simple hecho de que ella esté integrada por órganos administrativos, esto es, que no esté integrada por órganos verdaderamente jurisdiccionales. Este criterio fue reconocido por la Comisión en los siguientes términos:

“El cometido principal de las fuerzas armadas consiste en combatir a los terroristas, luchando en el plano militar contra los grupos armados irregulares y ésta es su principal función en la campaña contra la subversión. La Comisión considera que las fuerzas armadas exceden su función natural cuando juzgan a los civiles acusados de pertenecer a los grupos subversivos, porque esta función corresponde a la justicia penal ordinaria” .

La Comisión también rechazó la legitimidad de los tribunales militares en el juzgamiento penal de miembros de las fuerzas armadas. En este sentido, afirmó que los tribunales militares contemplados en la legislación peruana no constituían tribunales competentes, independientes e imparciales:

“En segundo lugar la Comisión considera que en el presente caso, según se establece en el artículo 10 de la Declaración Universal y en el artículo 8, párrafo 1, de la Convención Americana, el Fuero Privativo Militar no es “un tribunal competente, independiente e imparcial” puesto que forma parte, de acuerdo con la Ley Orgánica de Justicia Militar peruana... del Ministerio de Defensa, es decir se trata de un fuero especial subordinado a un órgano del Poder Ejecutivo” .

II. La doctrina del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, órgano de aplicación del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos del sistema universal, en cambio, admite el sometimiento de civiles ante tribunales militares, en la medida en que no se vulneren las garantías judiciales del art. 14 de ese instrumento. En su Comentario General sobre esa disposición del Pacto, el Comité observó, entre otras cuestiones:

“Si bien el Pacto no prohíbe esas categoría de tribunales [militares o especiales], las condiciones que estipula indican claramente que el enjuiciamiento de civiles por tales tribunales debe ser muy excepcional y ocurrir en circunstancias que permitan verdaderamente la plena aplicación de las garantías previstas en el artículo 14” .

Aunque de manera excepcional, el Comité admite el enjuiciamiento de civiles por tribunales militares. Ello significa que en estos casos sólo existirá una violación de las garantías judiciales en la medida en que la actuación del tribunal militar vulnere las exigencias del art. 14 del PIDCP. Así, no basta con demostrar ante el órgano de protección internacional que un civil ha sido juzgado por un tribunal militar. Se debe demostrar, además, que tal circunstancia concurrió con el incumplimiento de alguna de las exigencias derivadas de las garantías judiciales del artículo 14.

La interpretación del Comité, sin embargo, no tiene en cuenta que una de las garantías judiciales más trascendentes consiste en el derecho a ser oído ante un órgano del poder judicial, tal como lo ordenan expresamente el art. 8 de la CADH y el art. 14 del PIDCP (“por un tribunal”), y no ante un órgano perteneciente a otro de los poderes del Estado, como sucede con los “tribunales” administrativos. Ésa es la solución expresamente contenida en ambos pactos internacionales, pues ambos hacen referencia exclusiva a órganos que integran el poder judicial (“juez” o “tribunal”), y ninguno de ellos contempla alguna otra posibilidad. La intervención de un tribunal, especialmente en un caso penal, constituye una exigencia esencial del principio de división de poderes propio de la organización republicana del moderno Estado de derecho. El principio mencionado impone la exigencia ineludible de atribuir la función jurisdiccional, exclusivamente, a los órganos del poder judicial. Adicionalmente, el principio de inocencia comprende la obligación de realizar un juicio previo para poder imponer una sanción penal, y este juicio sólo puede desarrollarse ante un órgano jurisdiccional.

Finalmente, es vital señalar que el cumplimiento de las restantes exigencias contenidas en el art. 14 del PIDCP, para ser efectivo, presupone la intervención de un tribunal, y no de cualquier otro órgano público. Sólo un tribunal se halla en posición de garantizar y proteger los derechos que integran el concepto de debido proceso, entre otras razones, pues en eso consiste, precisamente, el aspecto central de la función judicial. Al respecto, se ha afirmado concisamente: “El desempeño de funciones jurisdiccionales —consistentes de forma exclusiva y excluyente en juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, además de realizar aquellos otros cometidos establecidos por la ley en garantía de cualquier derecho...—, conlleva la atribución a sus titulares de un conjunto de garantías y obligaciones que conforman el específico estatuto jurídico de los integrantes del Poder Judicial”. Y se ha agregado: “Dichas garantías caracterizan ad intra la función jurisdiccional” . En consecuencia, el único órgano estatal facultado legítimamente y preparado funcionalmente para garantizar el respeto efectivo del debido proceso es un órgano jurisdiccional perteneciente al poder judicial.

III. La Corte Interamericana de Derechos Humanos, como el Comité de Derechos Humanos, también ha adoptado una posición cuestionable. A principios de este año, por ejemplo, la Corte resolvió que el tratamiento de un proceso penal ante la jurisdicción militar de carácter administrativo no significaba per se una violación de los derechos garantizados en la Convención Americana. Sin embargo, esta decisión no tiene demasiada relación con el tema específico que analizamos en este trabajo. En primer lugar, la decisión se refiere a un caso de aplicación de la jurisdicción militar en el juzgamiento penal de militares y no de civiles. Además, la Corte se limitó, exclusivamente, a determinar si el tratamiento del caso ante la justicia militar representaba una violación de los derechos garantizados en la Convención a la parte acusadora. En este sentido, el tribunal dejó en claro expresamente que la cuestión acerca de si en el caso se habían vulnerado los derechos de los militares acusados no estaba bajo su consideración .

En otro caso reciente, la Corte consideró la intervención de la justicia militar peruana en el juzgamiento de una infracción penal atribuida a una civil. La Corte en este caso no descalificó per se la intervención de tribunales militares en el juzgamiento de civiles, a diferencia de la Comisión. Ahora bien, la Corte reconoció la legitimidad de estos tribunales especiales en la medida en que ellos respeten las exigencias de independencia, imparcialidad, y los demás elementos del debido proceso contenidos en el art. 8 de la Convención Americana .

Sin embargo, la interpretación correcta del alcance de las garantías judiciales es la establecida por la doctrina de la Comisión Interamericana, y no el criterio compartido por el Comité de Derechos Humanos y por la Corte Interamericana. Es importante tener en cuenta, en este punto, que el derecho a ser oído por un juez o tribunal del art. 8 de la CADH y del art. 14 del PIDCP es un derecho del que goza “toda persona” sometida a persecución penal, sin distinción alguna. En consecuencia, “ninguna persona” puede ser sometida a juzgamiento penal ante un órgano que, como un tribunal militar, no integra el poder judicial y carece de facultades jurisdiccionales legítimas para someter a enjuiciamiento penal a un civil.

Ésta es la solución que se halla incorporada en forma expresa a los Principios básicos relativos a la independencia de la judicatura . El quinto principio de este instrumento internacional dispone:

“Toda persona tendrá derecho a ser juzgada por los tribunales de justicia ordinarios con arreglo a procedimientos legalmente establecidos. No se crearán tribunales que no apliquen normas procesales debidamente establecidas para sustituir la jurisdicción que corresponda normalmente a los tribunales ordinarios”.

La principal ventaja de esta interpretación consiste en la mayor facilidad que establece para impugnar los casos de juzgamientos de civiles ante tribunales militares, tanto en el ámbito interno como en el sistema internacional de protección. Si la intervención de un tribunal militar es ilegítima per se, todo civil sometido a persecución penal sólo tendrá que demostrar el carácter no jurisdiccional del tribunal militar interviniente para exigir la remisión del caso a los tribunales ordinarios. Según la doctrina del Comité de Derechos Humanos y de la Corte Interamericana, en cambio, será necesario, además, demostrar la violación efectiva de alguna de las restantes garantías judiciales. Sin embargo, en la práctica, esta carga adicional no representa serias dificultades pues, como veremos a continuación, la intervención de tribunales militares trae aparejadas, como regla, graves violaciones a esas garantías.

VI. Obligaciones internacionales y garantías judiciales

I. Como ya se ha señalado, es una exigencia del derecho internacional que, tanto en tiempos de paz como en estados de emergencia, todo tribunal —militar o judicial— con competencia en materia penal sobre personas civiles respete las garantías judiciales que dan contenido al debido proceso (CADH, art. 8; PIDCP, art. 14).

Sin embargo, la realidad de nuestra región demuestra que los tribunales militares, como regla, no cumplen mínimamente con las exigencias del debido proceso. En este sentido, se ha señalado, ya en 1989:

“Tanto el Comité de Derechos Humanos como la Comisión Interamericana han conocido numerosas denuncias de procesos realizados por tribunales de esta índole, que impugnan a menudo tanto la violación sistemática de los derechos procesales del acusado como la falta de competencia, imparcialidad e independencia de estos tribunales” .

El Comité de Derechos Humanos, en este punto, realizó las siguientes observaciones genéricas en su comentario al art. 14 del PIDCP:

“Las disposiciones del artículo 14 se aplican a todos los tribunales y cortes de justicia comprendidos en el ámbito de este artículo, ya sean ordinarios o especiales. El Comité observa la existencia, en muchos países, de tribunales militares o especiales que juzgan a personas civiles... En algunos países esos tribunales militares y especiales no proporcionan las garantías estrictas para la adecuada administración de justicia, de conformidad con las exigencias del artículo 14, que son fundamentales para la eficaz protección de los derechos humanos” .

Las situaciones más graves se dan en países en los cuales existe un estado de excepción debido a un enfrentamiento armado interno. Perú puede ser considerado como un paradigma de esta situación. En 1993 se llegó a la conclusión de que la “administración de justicia en terrorismo y, especialmente, traición a la patria [competencia de la justicia militar] es seriamente incongruente e incompatible en muchos aspectos esenciales relativos a las obligaciones legales internacionales del Perú” . Lo mismo sucede aún en Chile, a pesar de la inexistencia de un estado de excepción. En este caso, la utilización de la jurisdicción militar para el juzgamiento de civiles constituye un instrumento evidente de persecución política de personas que cuestionan a las fuerzas armadas. La práctica de represión política resulta posible por la magnitud del poder que aún conservan los militares chilenos, quienes recurren a él para condicionar significativamente el régimen democrático formalmente en vigencia.

La experiencia de nuestra región permite afirmar que, como regla, la intervención de tribunales militares en el juzgamiento de civiles implica una práctica sistemática de violaciones a los derechos humanos, a pesar de que los Estados tienen el deber de respetar esos derechos, conforme a las obligaciones jurídicas establecidas por el derecho internacional. Veamos, a continuación, cuáles son los derechos que resultan más afectados.

II. La impugnación más frecuente que se dirige a la intervención de los tribunales militares en el juzgamiento de civiles consiste en su falta de independencia e imparcialidad. Esta circunstancia es especialmente relevante en situaciones de emergencia, pues en ese caso se permite que los militares juzguen y condenen a sus propios enemigos.

El caso peruano es, una vez más, un buen ejemplo. El Decreto-Ley Nº 25.659 (1992) estableció en la legislación peruana el delito de traición a la patria como una forma agravada de la figura de terrorismo. A diferencia de los casos de terrorismo común, los delitos de traición a la patria son juzgados por tribunales militares que aplican procedimientos extraordinariamente sumarios . En consecuencia, las “fuerzas militares peruanas, a las cuales ya se les había encomendado la destrucción del enemigo en el campo de batalla, se convirtieron en jueces y fiscales de sus adversarios en un procedimiento legal muy particular” . A ello se ha agregado que “donde, como aquí, los supuestos defendidos ante estos tribunales son los declarados enemigos del estamento militar, nosotros no creemos que se pueda considerar que estos tribunales investigan objetivamente los hechos e imparten justicia, como es requerido en los tratados de los cuales Perú es Parte” .

La Comisión Interamericana ha hecho referencia a la falta de imparcialidad e independencia de los tribunales militares o administrativos en varias ocasiones. En 1996 afirmó sobre la situación peruana: “En su Informe Anual de 1993, la Comisión señaló que a los civiles juzgados en los tribunales militares se les niega el derecho a ser oídos por un juez independiente e imparcial, derecho que les confiere el artículo 8.1 de la Convención” . La Comisión también cuestionó, entre otros, a los tribunales militares argentinos que durante la dictadura juzgaban a civiles acusados de delitos políticos, a los tribunales administrativos antisomocistas establecidos por el Frente Sandinista de Liberación en Nicaragua, y a los tribunales militares establecidos por el Código de Justicia Militar chileno .

La falta de independencia e imparcialidad de los tribunales militares no sólo se atribuye al hecho de que ellos juzguen a sus propios enemigos, sino que también se vincula a sus características propias. Analizando la integración de los tribunales militares chilenos, la Comisión Interamericana señaló:

“La independencia de los tribunales y jueces del poder político es una de las condiciones fundamentales de la administración de justicia. La inamovilidad de los mismos y su adecuada preparación profesional son requisitos que tienden a asegurar esa independencia y el correcto cumplimiento de las delicadas funciones que les son encomendadas...

Como puede advertirse... [el titular de la jurisdicción militar es] un oficial militar en servicio activo, subordinado jerárquicamente a sus autoridades y carente, por tanto, de la independencia funcional imprescindible... En su calidad de oficial en servicio activo carece también de inamovilidad y, adicionalmente y por razones de su profesión, este oficial no posee la formación jurídica que es exigible a un juez” .

En cuanto a la integración de los tribunales militares peruanos, compuestos por un abogado y cuatro oficiales de carrera sin formación jurídica, se ha señalado:

“Cuando estos oficiales asumen el papel de ‘jueces’, siguen estando subordinados a sus superiores y obligados a respetar la jerarquía militar establecida. La manera como ellos lleven a cabo la tarea asignada jugará un rol decisivo en sus futuros ascensos, incentivos profesionales, así como en la asignación de servicios. Su dependencia está determinada por la naturaleza misma de la institución militar. En consecuencia, la justicia militar se convierte en el resultado de las políticas trazadas y dirigidas por el mando militar.

... es debido a su inherente dependencia institucional que encontramos a estos tribunales inadecuados para juzgar civiles por delitos que no se encuentran típicamente dentro de su jurisdicción regular” .

En conclusión, la falta de independencia e imparcialidad deriva, en situaciones de emergencia, del hecho de que los militares juzgan y castigan a sus propios enemigos. Independientemente de la presencia de un estado de excepción, la falta de independencia e imparcialidad que caracteriza a los tribunales militares es producto de la dependencia institucional inherente a ellos, determinada por la naturaleza misma de la institución militar. Ello significa que, en principio y como regla, el problema existe en todos los casos de juzgamiento de civiles por tribunales militares.

III. La preocupación sistemática por la independencia e imparcialidad de los tribunales militares no sólo se explica por el hecho de que, en general, estos tribunales no cumplen con estas exigencias. Además, esta preocupación obedece a la importancia concedida a estos principios en la tarea de lograr el respeto efectivo de los componentes del debido proceso. En realidad, el problema se reduce a la exigencia de imparcialidad. Ello pues tanto el principio del juez natural como el de independencia judicial son principios instrumentales que, en cuanto al justiciable, intentan realizar la garantía de imparcialidad. El juez natural debe ser independiente para ser imparcial. Las exigencias referidas al juez natural y a la independencia judicial son, en este sentido, sólo instrumentos para realizar el principio de imparcialidad .

Si tenemos en cuenta la relevancia de la garantía de imparcialidad en el marco del procedimiento penal, se torna necesario estructurar un procedimiento que permita regularmente la realización acabada de esta garantía. Piénsese que el efectivo respeto del resto de las garantías fundamentales se tornaría ilusorio si no se garantizara la imparcialidad del tribunal que habrá de intervenir en el caso. En este sentido, la imparcialidad judicial es considerada “principio de principios”, identificable con “la esencia misma del concepto de juez en un Estado de derecho” . También se sostiene que la exigencia de imparcialidad no es una garantía procesal más, “sino que constituye un principio básico del proceso penal” cuya vulneración impide “la existencia de un juicio penal justo” . En consecuencia, la imparcialidad puede ser considerada como una “metagarantía” que opera como presupuesto necesario del respeto y realización de todas las demás garantías fundamentales.

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en el caso Piersack , definió la imparcialidad como ausencia de prejuicios o parcialidades que debe ser considerada tanto subjetiva como objetivamente. En el aspecto objetivo, todo juez en relación al cual pueda haber razones legítimas para dudar de su imparcialidad debe ser apartado, ya que lo que está en juego es la confianza que los tribunales deben inspirar a los ciudadanos en una sociedad democrática.

IV. La administración de justicia penal ordinaria recurre, para garantizar la imparcialidad del juez frente al caso, a diversos mecanismos. En primer lugar, el principio del juez natural exige que el tribunal competente sea definido legalmente con anterioridad a la comisión del hecho punible objeto del proceso. Este principio, sin embargo, no siempre es respetado por los tribunales militares, cuya integración puede ser establecida especialmente para el caso concreto que debe juzgarse.

Un buen ejemplo de ello era el antiguo art. 546 del CPP Guatemala, hoy derogado, que establecía la integración del tribunal de juicio al cual se atribuía competencia para juzgar “casos de delitos o faltas comunes cometidos por militares, o delitos militares conexos con delitos o faltas comunes” . Según esta disposición, el juicio debía ser realizado “por un Consejo de Guerra, integrado por el Tribunal de Sentencia que tenga competencia territorial y dos oficiales superiores del Ejército de Guatemala” (art. 546, inc. 3).

El principio del juez natural se limita a la exigencia de que el tribunal competente sea previamente establecido por la ley y, en consecuencia, no comprende la integración personal de los miembros del tribunal. Ello significa que el tribunal definido como competente —el juez natural— puede sufrir variaciones en su integración, esto es, que el tribunal competente al momento de comisión del hecho puede, al momento del enjuiciamiento del imputado, estar integrado por nuevos miembros. Pero se debe tener en cuenta que estas variaciones en la integración del tribunal no se producen para un único caso, pues alcanzan a todos los casos que deben ser resueltos y que, además, ellas tienen carácter permanente, pues la nueva integración rige, en principio, para todos los casos futuros. Sin embargo, el principio del juez natural no cumpliría con su función garantizadora si se permitiera definir arbitraria y discrecionalmente la integración del tribunal competente para cada caso concreto, pues ello significaría que el Estado estaría facultado a atribuir el juzgamiento de un caso a un tribunal ad hoc, especialmente establecido para ese caso en particular. Y esta es, precisamente, la situación que pretende impedir el principio del juez natural.

A pesar de ello, en el Consejo de Guerra que, conforme al art. 546 del CPP Guatemala derogado, actuaba como tribunal de juicio para delitos comunes cometidos por militares, dos de sus miembros (los “dos oficiales superiores del Ejército”) eran designados especialmente para intervenir exclusivamente en un caso particular. La designación de los integrantes militares del tribunal correspondía a la Corte Suprema, pero el ejercicio de esa facultad dependía, en gran medida, de la voluntad de la institución armada, pues la elección de la Corte se realizaba “conforme ternas presentadas por el Ministerio de la Defensa” (art. 546, penúltimo párrafo) .

En consecuencia, estas reglas del CPP Guatemala, que permitían que algunos miembros del tribunal competente fueran designados especialmente para el caso concreto, representaban una vulneración clara de las exigencias del principio del juez natural. En este marco, la mera definición legal previa del tribunal competente, que establecía el juez natural para el caso, no resultaba suficiente para garantizar el verdadero sentido del principio del juez natural.

V. Otro mecanismo que el ordenamiento jurídico contiene para garantizar la imparcialidad del juez es el principio fundamental de la independencia judicial. La independencia exige que el juez sólo se halle sometido a la ley, y libre de toda influencias o presiones extrañas, sea que éstas provengan de los demás poderes del Estado —independencia externa— o de los demás órganos del poder judicial —independencia interna—.

Para garantizar la independencia de los miembros del poder judicial, el ordenamiento jurídico recurre a diversos mecanismos, entre ellos:

a) sistemas específicos de designación y remoción, organizados especialmente conforme a las necesidades, características y funciones del poder judicial —v. gr., consejos de la magistratura—;

b) inamovilidad en el cargo;

c) intangibilidad de las remuneraciones;

d) sometimiento exclusivo a las normas del ordenamiento jurídico en la toma de decisiones;

e) atribución exclusiva de funciones jurisdiccionales al poder judicial;

f) prohibición para que los demás poderes del Estado, especialmente el poder ejecutivo, desempeñen funciones jurisdiccionales o intervengan en la decisión de causas judiciales, entre otras.

Como ya hemos visto, los tribunales militares, generalmente integrados por miembros de las fuerzas armadas en servicio activo, no cumplen los requisitos previstos para asegurar la independencia judicial. Los jueces militares, en este sentido y entre otras cosas, pertenecen al poder ejecutivo, carecen de inamovilidad, no son designados ni removidos conforme al régimen aplicable a los miembros del poder judicial, y se hallan en relación de subordinación jerárquica respecto a las autoridades militares de rango superior.
Las notas esenciales de la organización de la justicia militar, entonces, determinan necesaria y directamente la falta de aplicación de las diversas exigencias previstas en el sistema jurídico para garantizar la independencia de los órganos jurisdiccionales del Estado. En consecuencia, el reconocimiento jurídico de estas exigencias, que no se aplican por resultar ajenas u opuestas a los principios estructurales de la organización militar, no constituye un mecanismo idóneo para garantizar la independencia de la justicia militar.

VI. El tercer mecanismo que tiende a asegurar la exigencia de imparcialidad se vincula con la posibilidad de garantizar la imparcialidad del juez frente al caso concreto. Se trata de resolver situaciones en las cuales el juez ofrezca dudas respecto a su intervención imparcial, en la resolución de un caso determinado, por las circunstancias particulares del caso.

La relación del juez con el caso concreto comprende aspectos subjetivos y objetivos. El aspecto subjetivo se vincula con circunstancias estrictamente personales del juez que establecen una relación con el caso concreto. Así, por ejemplo, cuando el juez es pariente de una de las partes. El aspecto objetivo, en cambio, se refiere a una relación entre el juez y el caso que no depende de las circunstancias personales de ese juzgador en particular. Así, por ejemplo, cuando el juez ha intervenido en una etapa anterior del procedimiento (v. gr., el juez que participó en la investigación no puede intervenir en el juicio). Se trata de una relación objetiva porque, a diferencia del ejemplo del parentesco, no depende de alguna cuestión personal de un juez determinado. Mientras que la relación subjetiva sólo existe, en el ejemplo, para el juez que tiene vínculos de parentesco con alguna de las partes, la relación objetiva se establece para todo juez que, independientemente de sus circunstancias personales, haya mantenido ciertos vínculos procesales con el caso.
La solución prevista para dar solución a los casos en que, por razones subjetivas u objetivas, el justiciable se enfrenta con un temor o sospecha de parcialidad consiste en el apartamiento del juez sospechado. Estos supuestos están enunciados en la legislación procesal como causales de excusación o recusación que determinan, de oficio o a pedido de parte, el apartamiento del juez relacionado objetiva o subjetivamente con el caso particular. El apartamiento del juez, es importante destacar, no opera en la mayoría de los casos, sino sólo en aquellos supuestos, cuantitativamente escasos, en los cuales existe cierta relación entre el juez y el caso concreto que permite fundar el temor de parcialidad sobre bases racionales. El mecanismo procesal del apartamiento, administrado razonablemente, permite, en la justicia ordinaria, garantizar de manera efectiva la imparcialidad del juez frente al caso concreto.

Sin embargo, no sucede lo mismo cuando se trata del juzgamiento de civiles ante tribunales militares. Las situaciones más graves, en este sentido, se presentan en países sometidos a estados de emergencia, referidos a conflictos armados internos, que autorizan a los tribunales militares a juzgar a civiles por delitos vinculados al enfrentamiento —v. gr., terrorismo—. En estas circunstancias, como sucede en el caso peruano, los militares se transforman, en el ámbito jurídico, en jueces y fiscales de quienes son sus propios enemigos en el campo de batalla. La relación de enemigo, además, existe entre todos los miembros de las fuerzas armadas y respecto de todos los integrantes de las fuerzas irregulares.

En situaciones especiales, como la de Chile, sucede algo similar. La legislación chilena permite el juzgamiento de civiles ante la jurisdicción militar por delitos que, supuestamente, afectan intereses fundamentales de las fuerzas armadas. En realidad, la justicia militar de este país tiene como finalidades principales tanto la de instrumentar la represión de los adversarios políticos de la institución armada, como la de proteger y reafirmar el inmenso poder político que aún conservan los militares chilenos. También en este caso, entonces, los militares juzgan a sus propios enemigos, aun cuando se trata de un enfrentamiento pacífico que se desarrolla exclusivamente en la arena política institucional .

Ambos casos presentan una característica común. En este tipo de situaciones, el tratamiento regular que la justicia militar otorga a los civiles se halla determinado por la percepción que la institución tiene del justiciable, claramente definido como un enemigo. La ausencia de imparcialidad del juez militar que debe resolver la situación de personas a quienes considera sus enemigas existe en todos y cada uno de los casos sometidos a su decisión. La parcialidad del tribunal militar estará presente en todos los casos, es decir, para todos los civiles juzgados y sin importar por quién esté integrado el tribunal militar en cada caso concreto. En consecuencia, no se cumplirá, como regla, con la exigencia de imparcialidad del juez en el caso concreto.

Por otra parte, el mecanismo del apartamiento no resultará efectivo para resolver el problema. En el ámbito de la justicia militar, no se trata de un problema que surge en un número reducido de casos, sino de una característica estructural de su organización. La ausencia de imparcialidad generalizada deriva de la decisión expresa de instrumentar una política judicial específica que, respecto del juzgamiento de civiles, implica la utilización de la justicia militar como herramienta de represión política del adversario. En este contexto, el mecanismo del apartamiento del juez no sirve para resolver el problema, entre otras razones, porque fue previsto para ser aplicado en un número reducido de casos de características especiales . Dado que la ausencia de imparcialidad no deriva de determinada relación entre un juez y un caso concreto, sino que es consecuencia de la implementación generalizada de una política judicial por parte de todos los órganos que integran la justicia militar, el apartamiento del juez se torna una medida inocua. Ello pues, aun si se aceptara la solicitud del imputado de apartar al juez militar de su caso, aparecerá un nuevo juez militar que, por ser tal, será tan parcial como su predecesor.

En conclusión, con la exigencia de imparcialidad judicial frente al caso sucede como con las dos exigencias anteriores. El principio de imparcialidad judicial frente al caso no se respeta, como regla general, cuando la justicia militar enjuicia a civiles. Además, el problema generado por el incumplimiento regular del principio de imparcialidad judicial frente al caso no puede ser resuelto, siquiera mínimamente, con los instrumentos jurídicos previstos en la justicia ordinaria para enfrentar este mismo problema.

VII. Como hemos visto, la garantía de imparcialidad, que los Estados deben respetar aun en situaciones de emergencia, comprende tres exigencias independientes que actúan como principios instrumentales de aquella garantía: a) juez natural; b) independencia judicial; y c) imparcialidad del juez frente al caso. Como también hemos visto, la experiencia de los países de la región ha tornado manifiesto que la práctica de someter a civiles a juzgamiento penal ante la jurisdicción militar de tipo tradicional, especialmente en casos de conflicto armado interno, produce, de modo necesario, el incumplimiento regular de cada una de las exigencias que instrumentan la garantía de imparcialidad.

La problemática situación es consecuencia directa de los principios estructurales que establecen y organizan la jurisdicción militar, así como de ciertas particularidades básicas de la institución armada. Frente a la importancia y a la magnitud de esta grave, sistemática y persistente vulneración a la garantía de imparcialidad, se ha demostrado que los mecanismos jurídicos ordinarios —que el poder judicial puede utilizar para asegurar el cumplimiento de todas las exigencias de la garantía de imparcialidad— resultan soluciones inadecuadas en el ámbito de la justicia militar. La situación señalada, inherente la justicia militar, deriva del hecho de que la jurisdicción militar, por sus propias singularidades, en algunas oportunidades ignora los requisitos de ciertas exigencias de la garantía de imparcialidad —juez natural e independencia judicial—, y en determinadas ocasiones no puede recurrir a los mecanismos ordinarios previstos para impedir el incumplimiento de otras exigencias —imparcialidad frente al caso—, pues en su ámbito esos mecanismos resultan completamente inefectivos.

La garantía de imparcialidad es un principio fundamental del Estado de derecho establecido en los textos constitucionales de nuestros países y en los instrumentos internacionales. La aplicación del modelo tradicional de justicia militar al juzgamiento de civiles provoca regularmente, como resultado casi necesario, graves violaciones a la garantía de imparcialidad. Las consecuencias negativas inherentes a los tribunales militares no han podido ser evitadas, al menos hasta el momento actual, recurriendo a los mecanismos procesales de la justicia ordinaria, pues ellos no resultan aplicables o adecuados a la justicia militar. Ello significa que, para cumplir con la garantía de imparcialidad, al menos respecto del juzgamiento de civiles por tribunales militares, se debe recurrir a un modelo alternativo al de la justicia militar tradicional o, en todo caso, desarrollar mecanismos procesales específicos, diferentes a los de la justicia común, que permitan asegurar en este ámbito particular el respeto de las diversas exigencias propias de esta garantía. Hasta que no se adopte alguna de estas soluciones, toda intervención de tribunales militares en el enjuiciamiento de civiles, de manera manifiesta y como regla, resultará ilegítima per se, debido a la violación de la garantía de imparcialidad que tal intervención acarrea.

En el contexto actual, por ende, si atendemos exclusivamente al problema de la falta de imparcialidad de los tribunales militares —al menos hasta que, como ya señalamos, se adopten mecanismos efectivos que garanticen una justicia militar imparcial—, la única manera posible de cumplir regularmente con el deber jurídico de respetar el derecho fundamental de toda persona, acusada de una infracción penal, a ser juzgada por un tribunal independiente e imparcial exige la intervención de la justicia ordinaria. En consecuencia, la efectiva protección de este derecho indica de modo inequívoco que es necesario imponer a los tribunales militares una prohibición absoluta de enjuiciar penalmente a civiles, tanto en tiempos de paz como durante estados de emergencia.

VIII. El juzgamiento de civiles ante tribunales militares produce, además de los problemas señalados, dificultades adicionales vinculadas a otros requisitos inherentes a las garantías judiciales (CADH, art. 8; PIDCP, art. 14). La Comisión Interamericana ha tornado manifiestas la existencia y la magnitud de este problema. Resumiendo su experiencia a nivel continental, la Comisión observó que “la sustitución de los tribunales ordinarios por la Justicia Militar ha significado, normalmente... un gravísimo decaimiento de las garantías de que deben gozar todos los procesados” .

Nuevamente, el caso peruano resulta un buen ejemplo. La militarización del procedimiento por delito de traición a la patria ha provocado la restricción ilegítima de un número significativo de derechos fundamentales. Entre las particularidades del procedimiento por el delito de traición a la patria, cuya competencia corresponde a tribunales militares integrados por jueces sin rostro, se pueden enumerar las siguientes: a) concentración desmesurada de facultades investigativas, acusatorias y decisorias; b) detención e incomunicación sin orden judicial por tiempo indefinido; c) restricciones injustificadas al derecho de acceder a un abogado de confianza; d) imposibilidad de interponer acción de habeas corpus; e) imposibilidad de obtener la excarcelación; f) imposibilidad de recusar a los jueces sin rostro; g) carácter secreto del procedimiento; h) carácter sumarísimo del procedimiento, con plazos excesivamente breves; i) restricciones al derecho de defensa; y j) restricciones al derecho a recurrir la sentencia condenatoria. De allí se infiere que los procesos de este tipo “no permiten el ejercicio eficaz del mínimo derecho al debido proceso como está establecido en los tratados libremente ratificados por el Perú. Por ello, tenemos que concluir inevitablemente que las personas que han sido juzgadas por los tribunales militares han sido objeto per se de denegación de su derecho a juicio justo” . Por otra parte, el Decreto-Ley Nº 25.728 (1992) permite el juzgamiento y condena en ausencia de personas acusadas de traición a la patria o terrorismo. Se considera que esta medida vulnera el derecho del imputado a estar presente en su juicio (PIDCP, art. 14, nº 3, d; Convenios de Ginebra, art. 3) y el derecho de defensa (CADH, art. 8) .

La Comisión Interamericana ha determinado, además, que el sistema peruano de tribunales militares sin rostro ha negado a los acusados de traición a la patria “el derecho a defenderse y el derecho al debido proceso, y ha transformado el proceso judicial en un procedimiento sumario para condenar a personas que el sistema presume culpables de antemano” . La Comisión se ha ocupado genéricamente de los diversos problemas provocados en Perú por el juzgamiento de civiles ante tribunales militares en más de una ocasión. Sus informes anuales de 1993 y de 1996, por ejemplo, se ocuparon especialmente de la situación de la justicia militar en ese país .

Las violaciones señaladas sólo constituyen algunos ejemplos posibles, y la selección presentada no significa que las violaciones se limiten a los supuestos mencionados. El juzgamiento de civiles por tribunales militares, es importante señalar, no sólo presenta problemas en el caso peruano, sino también en los demás países que recurren a este mecanismo . Del mismo modo que con la exigencia de independencia e imparcialidad del tribunal, las exigencias del debido proceso —especialmente el derecho de defensa— resultan vulneradas sistemática y regularmente por el sometimiento de civiles a la justicia militar. Dado que los requisitos del debido proceso deben ser observados aun en situaciones de emergencia, en ningún caso resulta legítima la intervención de un tribunal militar en la persecución penal de un civil si dicha intervención implica, necesariamente, violaciones al debido proceso.

En consecuencia, la experiencia de nuestros países indica que la única manera posible de garantizar el respeto efectivo de las exigencias del debido proceso también implica la prohibición genérica de que los tribunales militares intervengan en el juzgamiento de civiles.

VII. Conclusiones

I. La experiencia de nuestra región demuestra de modo inequívoco las terribles consecuencias producidas por la decisión de atribuir a tribunales militares el juzgamiento de infracciones penales imputadas a civiles, especialmente en situaciones de conflicto interno.

En este contexto, debemos reconocer la necesidad política de evitar estas consecuencias, retirando a los tribunales militares la facultad de juzgar a civiles. La solución también se impone si atendemos al carácter excepcional de la jurisdicción militar y al fundamento que se le reconoce, referido a la necesidad de mantener la disciplina de los ejércitos. Ambas consideraciones indican que la prohibición absoluta para la justicia militar de intervenir en el juzgamiento de civiles constituye la opción más deseable. Idénticas conclusiones aconsejan dar el mismo tratamiento, previsto para los civiles, a los militares que no están en situación de servicio activo, como los militares retirados.

II. Tanto en tiempos de paz como durante estados de emergencia, el derecho internacional exige, para imponer una sanción penal a un civil, la intervención de un tribunal independiente e imparcial que observe las garantías del debido proceso. Esta exigencia, en opinión de la Comisión Interamericana, impide la intervención de un tribunal militar en el juzgamiento de un civil por el carácter administrativo de estos tribunales, pertenecientes al poder ejecutivo del Estado. La Corte Interamericana y el Comité de Derechos Humanos, en cambio, admiten, en principio, la intervención de un tribunal militar administrativo, pero exigen el respeto efectivo de los demás requisitos del debido proceso.

La exigencia de independencia e imparcialidad regularmente plantea problemas a los tribunales militares que juzgan a civiles en materia penal, especialmente durante estados de emergencia. Los mecanismos procesales de la justicia ordinaria que aseguran esta exigencia resultan inaplicables o inadecuados en el ámbito de la justicia militar. Además, la intervención de la justicia penal militar provoca, generalmente, la violación de diversos requisitos del debido proceso. Regularmente, el juzgamiento de civiles por tribunales militares produce, como consecuencia directa, diversas violaciones a las exigencias fundamentales propias de las garantías judiciales que obligan a los Estados incluso en situaciones de emergencia. Por este motivo, es posible afirmar que tales violaciones resultan inherentes a la intervención de la jurisdicción militar en el juzgamiento de civiles.

Frente a esta realidad, el deber de cumplir las obligaciones internacionales asumidas voluntariamente por los Estados también indica la única solución posible. Es necesario, entonces, imponer a los tribunales militares una prohibición absoluta para someter a enjuiciamiento penal a civiles, sin importar de qué tipo de delitos se trate. Finalmente, se debe destacar que, cualquiera sea la solución que se considere adecuada, resulta imprescindible tener en cuenta especialmente la significativa gravedad que eventualmente pueden presentar las consecuencias producidas por la intervención de la justicia penal militar en el juzgamiento de civiles en situaciones de conflicto armado interno.

Bibliografía

- Bovino, Alberto, Los tribunales militares y la Constitución de Guatemala, en “Boletín”, Ed. CREA/USAID, Guatemala, 1996.
- Canosa Usera, Raúl, Configuración constitucional de la jurisdicción militar, en “Poder Judicial”, 1994, Nº 34.
- Centro de Estudios Penales de El Salvador, Justicia militar en El Salvador, inédito.
- Comisión de Juristas Internacionales, Informe sobre la administración de justicia en el Perú, Ed. Instituto de Defensa Legal (Ideele), Lima, 1994.
- Crabtree, John, Militarisation, Impunity and the New Constitution in Peru, en AA.VV., Impunity in Latin America, Ed. ILAS, Londres, 1995.
- Garrido Falla, Fernando, Comentarios a la Constitución, Ed. Civitas, Madrid, 1985.
- Hernández Montiel, Arturo, Breve reflexión sobre el criterio competencial por razón del delito en la nueva jurisdicción militar, en “Revista General de Derecho”.
- Lozada, Alberto G., Imparcialidad y jueces federales, en “Revista de la Asociación de Magistrados y Funcionarios de la Justicia Nacional”, Buenos Aires, 1989, nº 5.
- Maier, Julio B. J., Derecho procesal penal, Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 1996, 2ª edición.
- O’Donnell, Daniel, Protección internacional de los derechos humanos, Ed. CAJ, Lima, 1989, 2ª edición.
- Ramírez Sineiro, José M., Consideraciones acerca de la constitucionalidad de la estructura orgánica de la Jurisdicción Militar con arreglo a la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en “Revista General de Derecho”, Valencia, 1992.